Ni bien se sube a la autopista que une Buenos Aires con La Plata, al cruzar el peaje de Avellaneda y pasando por las villas miserias de Dock Sud –el ‘doque’ lo llaman los bonaerenses-, Quilmes y Wilde, enormes carteles van contando los kilómetros que faltan para llegar a la capital de la provincia de Buenos Aires.
“A 45 km del único techo que no tapa las estrellas”, dice uno de ellos; “A 38 km de la mejor definición”, otro. El estadio único Ciudad de La Plata se ha convertido en un orgullo de esta localidad que, aunque golpeada como todo el país por la eliminación de Argentina, se dispuso para vivir una jornada intensa con el partido Brasil-Paraguay.
En la avenida 25 y la calle 527 están cómodamente juntos los hinchas de los dos países. Comen choripanes y toman cervezas. Cantan y hablan entre ellos, pero es imposible entenderlos.
Es que, si de atenerse al lenguaje se trata, el de ayer fue el partido más exótico de todos los que se pueden jugar en la Copa América. Por un lado, se escuchaba la festividad que solo los brasileños saben imprimir al portugués; por el otro lado, la serenidad del guaraní paraguayo.
“La no roñe’eito la guaranime ndaha’ei paraguay” o algo así dice el aficionado Héctor Díaz envuelto en una bandera albirroja. El guaraní es una lengua oral, pero no escrita. Traducido quiere decir “quien no habla guaraní no es paraguayo”, aunque nadie lo puede certificar.
“Me parece que quiere decir eso, pero no te lo podría decir. Solo hablamos el Guaraní, no lo escribimos”, dice Ignacio Segovia.
A los brasileños hay que pedirles que hablen con más lentitud. Se esfuerzan con el ‘portuñol’ que a veces resulta aún menos inteligible. Heberto Azzi llegó desde Belo Horizonte solo para este cotejo. Pagó USD 150 por la entrada y la movilización. Está contento y mantenía las expectativas de un resultado favorable, pero para él su mayor alegría fue la eliminación de Argentina.
“No me importa si Brasil no sale campeón; nada me quita la alegría de que Argentina quedó fuera en su propia casa”, dijo Azzi.
Proféticas sus palabras, apenas una débil batucada sonaba en una de las generales. La mayoría de los brasileños parecían “gauchos” porque sus cánticos eran semejantes a los que se estilan en el río de La Plata, o el consabido “Brasil-Brasil” que, escuchando bien, suena “Brasiu”. No faltaba el “Paraguay-Paraguay”.
Equilibrado mitad y mitad entre camisetas albirrojas y verde-amarillas, la diferencia en el graderío la hacían los locales que se quedaron con el abono y la esperanza de ver a la celeste y blanca en la semifinal del martes.
Había más encantos en las tribunas. Si por ahí andaba Larisa Riquelme mostrando sus pechos, en una de las suites ocho brasileñas gritaban como si se hubieran sacado la lotería en cada jugada. Todas ellas rubias, todas de ojos verdes y de cuerpos que cumplían a cabalidad con el estereotipo de la mujer de ese país. Parecían modelos o actrices. No importaba lo que hicieran. A cada tanto, las miradas volvían hacia ellas.