Cuando el proceso unificador de los trece estados de Nueva Inglaterra (futuro EE.UU.) por intereses económicos y la crispación política de sus autores, empieza a tambalear y deslizarse peligrosamente hacia el despeñadero, se yergue la figura descollante del moderador de pasiones, Benjamín Franklin, filósofo, científico y político de talla universal; quien para aquietar las aguas del caudaloso río que estaba a punto de desbordarse y arrasar con los cimientos de la nación, propuso al congreso una brillante idea para salir del atolladero en el que se debatía; crear el Senado, instancia que dirimiría las diferencias entre los representantes de cada estado; salvando de esta manera su gran obra; simultáneamente trabajó en la construcción de una identidad para el futuro ciudadano norteamericano, gracias a la coyuntura que le proveyó su imprenta, pasión a la que consagró gran parte de su vida; en periódicos y almanaques, empezó a publicar un prototipo del estadounidense donde se condensaba toda la expresión del norteamericano yanqui, empezando a configurar un sentimiento nacionalista que más tarde daría sus frutos.
Como científico inventó el pararrayos, desmitificando y arruinando uno de los castigos favoritos de la Iglesia en contra de los infieles, provocando honda decepción en esta. Ya en la ancianidad, a un mes de su deceso, mientras las breves treguas de alivio que los episodios dolorosos que la gota le conferían, escribió un manifiesto para abolir la esclavitud; en el cual se inspiraría Abraham Lincoln casi un siglo después. El humorismo en EE.UU nació con él, en una carta incendiaria dirigida a Jorge III, rezaba; tenemos que ser unánimes, debemos estar unidos, y caminar juntos, Benjamín Franklin añadió “Si no seguro nos ahorcarán por separado”.