Los policías caminan unos tras otros. Nadie habla. Avanzan hasta una puerta metálica negra. Uno de ellos rompe las aldabas y el equipo ingresa a un corredor sin luz. Un hombre con un escudo blindado va adelante. Los otros apuntan sus subfusiles de fabricación americana. Hay detonaciones.
Toda la escena termina con una orden. “Repitan. Vayan otra vez a la puerta”, grita el capitán Daniel Castro. Él lidera la práctica de los comandos que conforman el Grupo de Operaciones Especiales (GOE).
Castro sabe que cada enseñanza sirve para no cometer errores en situaciones reales. La noche del 23 de febrero, él viajó a Cuenca y participó en una incursión en la cárcel de Turi.
Ese día se reportó la matanza de 79 detenidos en cuatro cárceles. La disposición era rescatar a 37 presos que todavía estaban atrapados en un pabellón y llevarlos a Guayaquil.
En los entrenamientos, las rutas por donde deben moverse los agentes cambian. Los obstáculos aumentan: colchones en el piso, muebles arrumados sin orden, torres de neumáticos y hasta maniquíes para simular la presencia de personas.
El teniente coronel Wladimir Acurio supervisa todos los movimientos. Él comanda a 439 agentes élite de 14 provincias. El GOE nació el 11 de marzo de 1992 y su personal está preparado para rescates de media y alta montaña, operaciones acuáticas, subacuáticas (buzos) e incursiones armadas. Por eso actuaron para retomar el control en cuatro penitenciarías tras la matanza.
Registros oficiales dicen que los comandos se tomaron entre 15 y 20 minutos en llegar a las afueras de las cárceles. A las 07:12 se reportó el motín en Guayaquil, a las 09:00 en Cuenca y a las 10:29 en Cotopaxi.
Las unidades tácticas no ingresaron de inmediato. Dicen que no lo hicieron por el nivel de riesgo. Indican que tenían información sobre hombres armados. Por eso, diseñaron planes antes de ejecutar la incursión.
“Era una situación hostil, pero teníamos experiencia porque ya habíamos hecho simulacros dentro de la cárcel de Guayaquil”, dice el jefe del GOE en esa ciudad, Luis Reina.
A los puestos de mando, improvisados en los exteriores de las prisiones, llegaban fotografías tomadas desde los helicópteros y drones de la Policía. Sobre las mesas se desenrollaron planos de cada cárcel.
El subteniente Leonardo Enríquez, miembro del GOE, apunta con un subfusil durante una práctica para rescatar a un rehén de una casa. Foto: Patricio Terán / EL COMERCIO
Para entonces, los presos también difundían videos y fotos. Asesinaron a los reos, los degollaron y mutilaron.
Otros cuerpos aparecieron colgados. Los colocaron unos sobre otros. Los incineraron. En Cuenca, los internos llegaron a los techos de la cárcel. Mostraban cuchillos artesanales y machetes. Desafiaban a la Policía.
Cuando entraron el GOE, el Grupo de Intervención y Rescate (GIR), el Grupo Antinarcóticos (GEMA) y Grupo de Operaciones Motorizadas (GOM) todo estaba consumado. Pero su tarea era evitar otros hechos de violencia y trasladar a más presos.
Los oficiales dicen que observaron en los mapas los pabellones amotinados y los identificaron con cruces.
Con marcadores se trazaron los caminos más seguros para llegar a las zonas de conflicto y se señalaron puntos considerados peligrosos: puertas bloqueadas, ventanas desde donde los internos lanzaban proyectiles, hogueras que dificultaban la visión. Cada minuto había más datos.
“Hay que tener una preparación psicológica para esto”, dice el sargento Carlos Tapia, quien tiene 17 años como comando. Él controló un motín del expenal García Moreno, en el 2012. Hoy transmite esas experiencias a los más jóvenes.
En los cuartos de la Casa de Combate, en donde el personal practica, hay una detonación. Los comandos usan una granada para aturdir. El humo se disipa y el ruido cesa. Logran su objetivo y rescatan al rehén. Se retiran para practicar de nuevo.