Quien preside el Gobierno suele decir que escoge a las personas que integran su equipo por meritocracia, es decir, por su capacidad profesional e intelectual y por sus antecedentes académicos y de servicio al país.
Sin embargo, cuando desde afuera del poder se cuestiona el nombramiento de determinado funcionario para un cargo estratégico porque no reúne el perfil adecuado, como ocurre con el actual Canciller, la respuesta oficial no puede ser más contradictoria al asegurar que ciertas responsabilidades de Estado, como por ejemplo las carteras de Relaciones Exteriores y Defensa, requieren de personas “leales al proyecto”.
Es evidente que existe una confusión de conceptos, pues lo uno no necesariamente está relacionado con lo otro y, además, la esfera del poder corre el riesgo de llegar a creer que más importante es la lealtad incondicional al superior que la meritocracia, mecanismo que permite contar con personas de alto perfil técnico y humano, pero críticas y deliberantes.
En Carondelet parece que no se leen adecuadamente las señales contradictorias que se envían a la sociedad. Es difícil asumir que el nuevo Canciller tenga tanta versatilidad profesional como para encabezar cuatro ministerios, integrar el buró del movimiento oficialista, y ser uno de los allegados de mayor confianza del Mandatario y parte del grupo de quienes inciden en las acciones presidenciales.
Al contrario de lo que pudieran pensar quienes toman ese tipo de decisiones desde el más alto poder, lo que releva este nombramiento es que el círculo alrededor del Jefe de Estado se achica y que cada vez cuenta con menos gente de confianza absoluta, luego de la salida forzosa de personajes de enorme importancia para sostener el ‘proyecto’.