Raúl Amendaño recorre las plazas con dos termos en los que lleva café y chocolate caliente. Foto: Alfredo Lagla / EL COMERCIO
Las plazas del Centro Histórico de Quito se quedan casi vacías al llegar la noche, sin el trajinar que marca la presencia de negocios, comercios, oficinas y dependencias públicas. La mayoría se va, pero los vendedores ambulantes se quedan en busca de alternativas para ganar algo más de dinero con los turistas que llegan hasta ese sector.
Raúl Amendaño, de 26 años, recorre las plazas con dos termos en los que lleva café y chocolate caliente. También carga una caja con empanadas de queso. Un vaso de las bebidas y un pan cuesta USD 1. “Me va mejor que cuando era guardia en una empresa”, cuenta el joven oriundo de Cuenca. Trabaja tres horas al día, desde las 18:00 hasta las 21:00.
“Cuando se termina voy a la casa y hago más café o chocolate y salgo de nuevo a vender”. El fin de semana, en cambio, ofrece canelazos afuera de La Ronda.
En la noche, los edificios coloniales se iluminan de colores para destacar aún más su arquitectura, principalmente las fachadas. Grupos de turistas nacionales y extranjeros aprovechan este momento del día para recorrer, con más tranquilidad, estos sitios turísticos. Ahí, aprovechan para retratarse o captar una fotografía de la iglesia de San Francisco, la plaza de Santo Domingo, la Plaza Grande o el Teatro Nacional Sucre, que son los puntos más visitados.
Yadira, una joven de 22 años, aprovecha este movimiento de gente para vender chocolates y cigarrillos. Lo hace junto a su bebé de un año y medio, pues no tiene con quién dejarlo. Desde las 19:00 hasta las 21:00 consigue unos USD 15, que le sirven para la comida del día.
En las noches frías y con neblina son cuando mejor le va a Francisco Tiguano. Él tiene un puesto de venta de choclos cocinados con queso. El secreto es servir bien caliente. El agua aromática es gratis. Con su carrito recorre las calles y ofrece este menú por USD 1,50.
Ya hace más de un año que lo hace y a través de este emprendimiento ha logrado pagar los gastos de su casa y sus dos hijas. “Incluso los gringos me compran, porque como todos los negocios están cerrados, no encuentran nada más para el frío. Y para qué, a mí me va bien”, cuenta.