Si el adagio de que quien mucho habla mucho yerra sirve para la vida diaria, es mil veces más valioso cuando se trata de la política exterior de un país. El martes, el presidente Rafael Correa desautorizó al vicecanciller Kintto Lucas, quien ofreció la residencia ecuatoriana para Julián Assange, cuya última hazaña de filtración informática puso en jaque a la diplomacia estadounidense.
Correa afirmó que el funcionario habló a título personal y sin consultar ni a él ni al Canciller. Pero resulta que Ricardo Patiño avaló en casi todo las declaraciones de su Vicecanciller, como se escuchó y se leyó en los medios públicos. Y el vicecanciller Rafael Quintero justificó la idea de Lucas en la política ecuatoriana de puertas abiertas.
Una secuencia parecida se observó en las declaraciones sobre la supuesta participación de grupos de derecha estadounidenses y de la CIA en los sucesos del 30 de septiembre. En general, esas afirmaciones causaron un innecesario malestar en el Gobierno estadounidense, que se había empeñado en dejar claro el apoyo a la democracia a través de Hillary Clinton y del propio presidente Obama. El modo en que se movió la OEA por instancias de Ecuador tampoco fue bien recibido, pues resultaba contradictorio si se comparaba con el episodio que motivó la salida del embajador Francisco Proaño.
¿Es necesario hacer estas demostraciones emocionales sin medir las consecuencias? Absolutamente no, y no solo para ahorrar recursos y tiempo, sino para evitar enredos gratuitos que son propios de la política del micrófono.