Valentin Giorgiev es de Bulgaria, está hace una década en España y actualmente vive en el Aeropuerto de Madrid. Foto: AFP
En medio del ajetreo del aeropuerto de Madrid, Edu empuja un carro con sus maletas que nunca facturará. A diferencia del resto de viajeros, su destino estas Navidades es la terminal, lo más parecido que tiene a un hogar.
Hace unos dos años, este obrero de 49 años que había perdido su empleo llegó al aeropuerto madrileño mientras hacía autostop en dirección a Zaragoza, 300 km al noroeste de la capital. “Llegué un día aquí porque tenía que dormir. Y aquí me quedé”, explica Edu, que no quiere dar su apellido. Como él, otras decenas de personas han hecho de esta terminal su casa, de luces brillantes y enormes ventanas acristaladas encima de la pista donde despegan y aterrizan constantemente los vuelos de pasajeros.
Como ocurre también en el Heathrow de Londres o el Charles de Gaulle de París, la calidez del aeropuerto, su seguridad y los baños gratuitos, abiertos todo el día, atrae a personas sin hogar desesperadas que se difuminan entre la multitud de transeúntes.
El aeropuerto de Madrid Barajas Adolfo Suárez, el quinto con mayor tráfico de Europa con 40 millones de pasajeros anuales, es un espacio público por lo que las autoridades les permiten dormir allí si no causan problemas. Según la policía, una treintena de personas duermen permanentemente en la terminal 4, la mayor y más nueva, aunque en invierno crece la cifra. Dos días antes de Navidad, habían contado 42.
Calefacción y aseos
El crac del sector de la construcción en 2008 unido a la crisis financiera global dejó a millones de personas sin trabajo en España y multiplicó la pobreza en el país. Ahora la recesión se da por terminada pero la tasa de desempleo se mantiene cerca del 24%.
Las estadísticas oficiales calibran en 23 000 las personas sin casa en España aunque las organizaciones benéficas estiman que la cifra real es de 40 000.
Después de pasar media vida en prisión por una serie de robos a mano armada, Ginés Rubio, de 52 años, se encontró en la calle hace dos años, en libertad pero separado de su mujer y sus dos hijos. Pidiendo en el aeropuerto puede llegar a ganar unos 15 euros diarios. Durante el día, acude a un comedor social y vuelve a la terminal por la noche.
La mayoría de los residentes del aeropuerto escoge la terminal más grande y moderna para dormir, con mucho espacio y rincones tranquilos donde acurrucarse. “La gente viene a dormir en la terminal 4 porque es la mejor”, dice Rubio, un madrileño con gesto hundido y barba grisácea. “Aquí tengo menos frío. No hay duchas pero hay baños, puedes lavarte el pelo”.
Estirado en el suelo, sin ninguna manta, duerme unas pocas horas antes de que lleguen los pasajeros de los vuelos más madrugadores hacia Londres, París, Estados Unidos o Latinoamérica. “Me quiero ir de aquí. Quiero robar y coger medio millón de euros para irme de aquí. Pero no tengo envidia cuando veo que se van otras personas, porque se lo han ganado”, reconoce.
La comunidad de la terminal
Un sentimiento de comunidad florece entre los habitantes de la terminal, la mayoría hombres. Edu vigila los artículos de sus compañeros al precio de un euro por cada bolsa. Otros se ganan algunas propinas ayudando a los pasajeros con sus equipajes o a encontrar el mostrador de facturación correcto.
Uno de estos es Valentin Giorgiev, un antiguo profesor de deportes de 60 años procedente de Bulgaria. Separado durante mucho tiempo de su mujer y sus dos hijos, fue a España hace diez años donde trabajó como chapuzas hasta hace cuatro años, cuando se le diagnosticó cirrosis en el hígado. Empujando su carro, bebiendo un refresco en los bares, tomándose su medicina o lavándose en los aseos del aeropuerto, Valentin se camufla entre los pasajeros que apenas se fijan en él hasta que se ofrece a llevarles el equipaje.
En Navidades, puede ganar unos 20 euros diarios. Su cuerpo está dolorido de dormir en el suelo “pero sólo aquí hay un poco de dinero”, dice. “Hay mucha gente aquí que pide limosna pero yo nunca, no me gusta”, añade. En el aeropuerto ha hecho algunos amigos, especialmente colegas búlgaros. Pero también hay compañías menos agradables. “Me robaron mucha ropa aquí. Me siento mal”, dice, secándose algunas lágrimas. “No tengo nada”.