Cuando observamos el comportamiento de algunos líderes latinoamericanos que llevan al fracaso de sus pueblos vemos en todos ellos la idea de negar la experiencia cultural de sus pueblos y buscar imponer los suyos desde una interpretación renovada de la Constitución y de las formas. Lo que no se observa es que hayan acometido con éxito la tarea de enfrentar los viejos problemas de fondo de la región desde una perspectiva innovadora. Incluso aquellas más simples y necesarias son negadas con descalificaciones que bordean lo irracional. Esa revolución de las pequeñas cosas que hablaba un político colombiano quizá sea la mejor manera de mostrar que las cosas mal hechas comienzan a ser corregidas. Talvez la incapacidad de gestión lleve a la permanente descalificación de lo hecho con anterioridad sin percibirse en el camino de repetir los mismos errores que habían cuestionado. Y, algo peor, sin reducir los vergonzosos niveles de pobreza e inequidad que golpean a varios de nuestros países.
Hay una idea retorcida de crear una realidad sobre dos bases: la primera que descalifica todo lo anterior y la segunda concebida desde una retórica incendiaria y amenazante que consigue aglutinar adherentes más por el miedo que por las convicciones logrando en el camino perder el país a varios de sus mejores referentes que no logran ser atraídos ni por el insulto soez ni por el griterío ensordecedor. Estos últimos cuya formación costó mucho a millones de los excluidos sociales que jamás podrían entrar a las universidades que financian con sus aportes, terminan aumentando los conocimientos de países cuyas miradas y actitudes son calificadas de manera permanente de “burguesas o decadentes”. Esos países celebran la confrontación y el resentimiento porque saben que en esos ambientes los capaces no tienen lugar. Emigran por miles a aumentar la riqueza de quienes son “los enemigos” de los países gobernados por el miedo y el odio.
A América Latina le cuesta más de USD 75 mil producir un graduado universitario como promedio y a muchos de ellos les toca encontrar un lugar donde trabajar y devolver a la sociedad que les financió sus estudios algo de lo aprendido. En los últimos años ha crecido de manera sorprendente el número de latinoamericanos graduados en universidades locales que emigran a países desarrollados. Es una muestra vergonzosa de la incapacidad de nuestros líderes que persiguen y reprimen el talento y la capacidad porque ambos son necesariamente críticos de quienes tienen la “única verdad”.
Necesitamos reinventarnos a partir del talento creativo que permita no solo expresar inconformismos sino ayudar desde la crítica a que los viejos problemas tengan miradas nuevas para encontrar sus soluciones. Pero para eso hace falta grandeza.