En estos días toma más cuerpo el discurso del Gobierno contra los que llama ‘poderes fácticos’. Se supone que los intelectuales de la revolución quieren referirse al poder real, al que se ejerce más allá de la teoría o de la institucionalidad. Y en la lista de los ‘poderes fácticos’ que deben combatir, porque supuestamente representan a los grupos económicos y políticos, están los medios de comunicación independientes.
La falacia detrás del manido discurso es la misma que sostienen todos los gobiernos a los cuales les pesa aceptar que, dentro del juego democrático, es posible y deseable que existan voces divergentes, puntos de vista distintos. Ayer, el presidente Rafael Correa, en sus ataques habituales, dijo que no va a dejar que la prensa independiente le imponga la agenda al Gobierno.
Está bien, pero debe entender que tampoco tiene por qué tratar de imponerle su agenda, y que hay agendas públicas coincidentes tanto para él como para los medios. En la medida en que es un Mandatario, su acción está sometida al escrutinio y a la opinión de todos.
Si no hubiese libre juego de ideas, por ejemplo, no sería dable preguntarle al Presidente qué papel jugó en la crisis hondureña, después del amplio despliegue de acciones y discursos temerarios. Tampoco sería posible preguntarle por qué, si considera que su hermano Fabricio Correa tiene un entorno gansteril, le confió el manejo de los fondos de su campaña electoral.
O por qué, a diferencia de lo que sucede en cualquier parte del mundo, responde con agravios a los sectores económicos que pidieron exenciones tributarias porque consideraban que esa era una medida razonable para paliar la caída de ventas en el exterior.
Correa y su entorno parecen seguir aspirando a una prensa dispuesta a aplaudirlo, como lo hacen dos medios quiteños que en su momento festejaron al ex presidente Lucio Gutiérrez. U otra prensa que, en función de la publicidad gubernamental, se adhiere a sus razones. O esa que quedó en manos de la AGD, que es usada como si fuera del Gobierno y no ha sido vendida pese a que ha pasado un año desde el gran golpe mediático. O de la llamada prensa pública, que no hace sino seguir, ella sí confundiendo su deber, la agenda gubernamental.
El discurso ha escalado de manera muy peligrosa, y se ha vuelto propicio para que un bien identificado grupo político que milita junto al Gobierno haya atacado a una periodista y a un fotógrafo de EL COMERCIO en la Universidad Central del Ecuador. Y para que supuestos delincuentes hayan actuado de manera selectiva contra la revista Vanguardia, al robar computadoras viejas que tenían valiosa información.
Lo peor que puede pasar es que el Gobierno siga adelante con su guerra. No le conviene, pues por controlar a los ‘poderes fácticos’ puede terminar por caer en el poder de facto.