El Centro de Rehabilitación Social Turi está a 30 minutos del Centro Histórico de Cuenca. Foto: Lineida Castillo / El Comercio
La modesta casa de Natividad Lojano, de 42 años, está en medio de un entorno paisajístico de verdes maizales, en el sector Playas de la Paz. Apenas la vía principal separa su propiedad del Centro de Rehabilitación Social Turi (CRS-Turi), en Cuenca.
Playas de la Paz es uno de los seis barrios que rodean el complejo carcelario, que ocupa 13,7 hectáreas y que se destaca en el entorno rural de huertas, viviendas dispersas y ganado que pasta. Los otros son Hierba Buena, Agua Santa, Bellavista, La Unión y Virgen de la Nube.
En esos poblados viven 1 300 personas que están acostumbradas al sonido estridente de las patrullas de la policía o de las ambulancias, que cruzan a diario; o a los gritos, insultos y chiflidos de los internos, que emiten desde las ventanas de las celdas.
Eso ocurre todo el día y a veces en las noches, cuenta Lojano, mientras señala la cárcel. Desde el tercer piso de un pabellón, algunos presos gritan y extienden sus brazos por los barrotes de las ventanas por donde flamean prendas, para llamar la atención.
De los escándalos, Lojano y su vecina Paulina Lima ya no se inmutan. Así han vivido los últimos siete años con los griteríos y amotinamientos. Ese es el tiempo que funciona la cárcel en este lugar, donde antes era una gran hacienda abandonada. Pero sí les perturbaron las imágenes de la masacre de los 34 internos, disparados, decapitados y quemados, que se registraron el pasado 23 de febrero del 2021.
“Nos conmocionó el número y la forma cómo fueron asesinados”, indica Lima. Ese día había padres y niños –al pie de sus casas- que veían sorprendidos a los presos subidos en las azoteas, el humo de las bombas lacrimógenas y las detonaciones.
Según Lima, las riñas son frecuentes y cuando cruza un vehículo de Criminalística saben que hubo un muerto. Además, están familiarizados con algunos códigos que gritan los internos como ‘once-once’, para alertar una nueva requisa.
A Teresa, una joven del barrio Virgen de la Nube, también le sorprendió que el CRS-Turi acoja a presos peligrosos de más de seis bandas. “Ese día nos enteramos sus nombres. Fue terrible, sentía miedo de una fuga masiva porque era incontrolable”.
A los vecinos les dijeron que este centro sería regional para acoger a privados de la libertad de Azuay, Cañar y Morona Santiago. Ella relató que partir de las matanzas, sus amigos no le quieren visitar y le recomiendan que salga de ese lugar. “Es penoso vivir cerca de la cárcel”, dice Teresa.
Ella recuerda que, en una ocasión, unos detenidos intentaron escaparse. A su papá –que salía a trabajar- lo hicieron volver y meterse en la casa, mientras en los alrededores del complejo hubo gran cantidad de policías.
Por esa inseguridad, muchos se opusieron a que se emplace la cárcel en esta zona. En el 2012, con el inicio de la construcción del centro hubo enfrentamientos en Turi, entre quienes se oponían y los que apoyaban.
Según el presidente de la Junta Parroquial, Paúl Pañi, las familias viven tranquilas porque el centro trajo las obras de mejoramiento a los barrios como vías, alcantarillado, energía eléctrica y transporte urbano.
“Para los cuencanos y algunas autoridades, que viven en la ciudad, es fácil decir que la cárcel debe salir de Turi, pero nosotros que estuvimos en completo abandono pensamos diferente, porque mejoramos nuestras condiciones de vida”, explica Lima.
En los seis barrios colindantes se abrieron más de 30 nuevos negocios entre farmacias, restaurantes, tiendas, bazares y panaderías. La Unión tiene la mayor actividad con más de 15 negocios y no hay reportes de asaltos, robos a viviendas o abigeatos.
A unos 100 metros de la puerta principal del centro de reclusión existen dos restaurantes donde los familiares de los presos, que vienen de otras ciudades, dejan sus cosas encargadas antes de entrar. Desde este sitio se escucha con claridad los escándalos diarios, relata uno de los clientes.
En estos barrios también existe demanda de arriendos por parte de los guías penitenciarios y los policías, que llegan desde otras urbes. A parte de ellos no se permite a gente extraña, afirman los vecinos.
El alquiler de un departamento en esta zona cuesta alrededor de USD 150. “Con los uniformados que viven en la zona, nos sentimos seguros y también existen patrullajes” coinciden las azuayas Loja y Lima.