No pasa una semana sin que algún dislate presidencial sea noticia en América Latina, la frecuencia es proporcional a la probada incompetencia para enfrentar la miseria, la inseguridad y el desempleo.
Pareciera que en la medida que no se encuentran soluciones para estos temas existenciales y ‘aburridos’, los mandatarios tienen que alzar la voz y golpear al adversario más cercano o rescatar al siempre necesario chivo expiatorio. Los Kirchner contra los productores agrícolas, Correa rompiendo lanzas con la prensa, Chávez enfrentado con Colombia, los burgueses y los ‘pitiyanquis’ al mismo tiempo… y, por supuesto, la adjetivación más llamativa que provoque la atención de la prensa en el mundo.
El esquema parece ser útil distrayendo de las funciones que se espera realicen los gobiernos cuyos mandatos no fueron necesariamente para hablar sino para hacer. Lo que se desea es que las administraciones funcionen, sean eficaces y cohesionen este subcontinente dividido por una retórica inflamatoria de la que aún no nos hemos independizado a pesar de los 200 años transcurridos desde aquel primer grito contra los españoles.
El informe sobre el estado de las democracias en América Latina que presentó el PNUD en 2004 hablaba claro acerca de que una de las quejas recurrentes en la región era “la falta de eficacia en la gestión de los gobiernos”.
Y con esa palabra tan ubicua pero tan clara, eficacia, lo que se quería demostrar es que incluso aquellos desheredados terminan por cansarse de quienes solo alimentan con una retórica inflamatoria los miedos e incapacidades para evitar hacer lo que el tiempo reclama.
No es casualidad que Adenauer hablara poco pero hiciera tanto para reconstruir una Alemania destruida por un cabo austríaco cuyos discursos y ataques iniciaron hace 70 años la Segunda Guerra Mundial.
La historia lamenta cómo un pueblo educado como el alemán no pudiera evitar el fanatismo y la provocación permanente de un líder que decía que con ello “rescataba los valores más puros” de la patria de Kant y de Nietzsche.
Muchos de nuestros pueblos son demasiado jóvenes para distinguir entre quienes los manipulan y usan y aquellos cuya moderación, trabajo y obras permiten que los pueblos se desarrollen y prosperen.
Talvez el mejor homenaje que pudiera hacerse a los millones de desheredados de América en estos fastos del Bicentenario sea volver a los valores que engrandecen a nuestros pueblos desenmascarando a su paso a aquellos que en vez de reducir sus niveles de pobreza y analfabetismo solo se valen de su miseria y de su ignorancia para mantenerlos postrados mientras se llenan la boca de los peores insultos que encuentran a mano.