Los primeros110 años del siglo XXI probaron ser muy beneficiosos para Ecuador. Para comprobarlo, basta mirar algunos indicadores que describen a un país muy distinto de aquel de principios de siglo.
Durante la última década, el Producto Interno Bruto (PIB) se multiplicó por cuatro. Las recaudaciones tributarias pasaron de menos de USD 2 mil millones a más de 8 mil millones. Las remesas del exterior se duplicaron. El consumo de los hogares creció casi todos los años. La pobreza se redujo a la mitad en las áreas urbanas y en algo menos en las áreas rurales. Las reservas internacionales alcanzaron niveles récord y el sistema bancario pasó de sumar apenas USD 4 mil millones en depósitos, a acumular más de USD 15 mil millones. A pesar de que las cifras no son enteramente comparables, el desempleo se redujo desde un escalofriante 14% durante el clímax de la crisis financiera de fin de siglo, hasta el moderado 6% de la actualidad. Atrás quedaron los dramáticos episodios de inflación de dos dígitos y de devaluaciones constantes.
Sin embargo, nada muestra de mejor manera el progreso de la última década, que el hecho de que el color de la piel de los ecuatorianos haya dejado de ser un indicador -antes usualmente infalible- de su condición económica y social. Durante la mayor parte de la historia del Ecuador y hasta antes del siglo XXI, era razonable presumir que un ecuatoriano de tez blanca tenía una posición económica acomodada y uno de tez oscura no. Los ecuatorianos podemos constatar en las calles, en los centros comerciales, en los aeropuertos, en el cine y en los restaurantes, que en el Ecuador de hoy ya no es necesariamente así, lo que muestra el avance de los grupos sociales tradicionalmente marginados, revirtiéndose por primera vez una dolorosa e injusta realidad que habían sobrellevado durante siglos.
Esta nueva realidad es el mejor indicador del progreso alcanzado durante la última década. Sin embargo, los analistas no le han dado la atención debida, quizá porque resulta difícil expresarla en cifras, mientras que la mayoría de políticos la ignora, pues no se acomoda a su retórico discurso de “reivindicación social”.
Las verdaderas fuerzas detrás de los logros de la última década se encuentran en la estabilidad monetaria que trajo consigo la dolarización, en los mejores términos de intercambio para productos ecuatorianos que trajo consigo la globalización y en las ingentes remesas provenientes de los miles de ecuatorianos que se han empleado en el primer mundo.
Nada de ello ha sido mérito de las políticas públicas de los gobiernos que se han sucedido en la última década -de hecho, la dolarización constituyó el mayor renunciamiento de política pública jamás registrado-, las cuales, en general, han limitado el efecto virtuoso de las fuerzas aquí descritas o han conspirado para poner en riesgo todo lo conseguido.