Un grupo de árbitros forma un círculo a un constado de la cancha de fútbol de la Federación Nacional Deportiva del Ecuador (Fedenador). Ríen, aplauden, gritan y se agarran el abdomen para controlar sus carcajadas.
En medio se encuentra Tomás Alarcón. Cuenta la historia de un amigo que una vez, sin su consentimiento y a su nombre, pidió fiadas cinco jabas de cerveza mientras se encontraban en una fiesta. Cada frase va acompañada de un gesto o de una mueca. Eso es lo que más risa causa siempre entre sus interlocutores.
Así es Alarcón fuera de la cancha; pero dentro, su carácter se transforma. El ‘Caballito’, apodo que le puso el periodista Fabián Gallardo por su particular forma de correr, es enérgico y temperamental cuando se encuentra pitando un partido. Él mismo lo reconoce y acepta.
Su acercamiento al arbitraje se produjo por coincidencia. Cuando era estudiante del Colegio Vicente Rocafuerte de Guayaquil, viajó a Quito para ver jugar un partido de unos amigos en un torneo barrial. Fue porque le gustaba el fútbol y su sueño era ser centrodelantero. En la secundaria jugó torneos intercolegiales.
Recuerda que en esa ocasión uno de los organizadores le pidió que pitara uno de los partidos del torneo barrial. “Pero no sé nada”, les dijo. “¿Sabes jugar fútbol?”, le preguntaron. “Sí”, respondió e inmediatamente le entregaron el pito y las tarjetas.
Esa experiencia y la necesidad económica lo impulsó a hacer del arbitraje su carrera. Por partido, en esa época, ganaba 2 000 sucres. “Hacía lo que me gustaba y me pagaban por eso”, cuenta hoy a la víspera de su retiro. La Federación Internacional de Fútbol Asociado (FIFA) obliga a retirarse a los réferis que llegan a los 45 años de edad y Alarcón tiene 45.
Pitó siete años en los campeonatos barriales, después decidió inscribirse en un curso de arbi-traje que abrió la Asociación de Fútbol No Amateur de Pichincha (AFNA). Recuerda que fue compañero de aula con Marcos Muzo, Alfredo Intriago y Luis Alvarado.
Ese fue otro impulso que lo llevó a inscribirse en la Facultad de Comunicación Social de la Universidad Central. Pero eligió ser árbitro a tiempo completo y por eso no hizo su tesis y no terminó su carrera universitaria.
Había decidido radicarse en la capital. Atrás, en Guayaquil, había quedado su natal cerro Santa Ana, barrio en el que durante su niñez fue cargador de bultos desde las faldas del cerro a las casas más altas del sector.
Ese populoso barrio porteño, en el que vivió 20 años, era considerado en esa época uno de los más peligrosos de la ciudad. Fue precisamente ahí, “en medio de delincuentes, asaltantes y vendedores de droga donde formé mi carácter”, recuerda Alarcón.
Sus cinco hijos, dos de su primer compromiso y tres del actual, lo comparan a veces con un ogro (personaje mitológico de mal carácter).
Alarcón revela que no sabe llorar y que pocas cosas y situaciones lo conmueven. La última vez que lloró fue cuando murió su suegro.
Pero tiene sensibilidad para la música… para la trova, principalmente, y para los pasillos de Julio Jaramillo. Por la noches, se deleita escuchando las interpretaciones de Silvio Rodríguez y leyendo libros sobre el marxismo.