De repente, en el siglo de la más sofisticada y vertiginosa tecnología, el mundo se entera de que ha vuelto uno de los mayores miedos humanos: la fragilidad.
Bastó que un volcán islandés de nombre muy difícil (Eyjafjallajökull) y de poca altura (1 666 metros) arrojara ceniza, para que la poderosa Europa se enterara de que no todo estaba al alcance de su mano y que la existencia no es un asunto demasiado fácil.
Claro que los islandeses están acostumbrados a bailar a los pies del Eyjafjallajökull desde tiempos de los vikingos.
Desde entonces, han ocurrido al menos 250 erupciones y estas no han impedido que Islandia se convirtiera en un país de ciudadanos poco dispuestos a sorprenderse o sentir temor.
Sin embargo, como se ve ahora, el resto del continente no ha tenido la misma suerte: concentradas en alcanzar el futuro, millones de personas se han habituado a vivir a prisa.
Y nada mejor para esa prisa que un avión los lleve de un país a otro en pocas horas.
Pero el volcán se encaprichó y la naturaleza volvió a mostrar al mundo que ahí está, incólume, impredecible y viva.
Cuando el Eyjafjallajökull vibró por quinta vez en su historia, el caos se instaló en toda Europa: el primer día del “black out aéreo” se anularon 17 000 vuelos en 18 países.
La crisis en el tráfico aéreo fue tal que no faltó quien comparara este suceso con el trágico 11 de septiembre del 2001.
Pero se trata de una situación distinta: acá no hubo muertos, no se desató el terror, no se generó paranoia colectiva, nadie aprovechó el momento para reinventar los conceptos de barbarie vs. civilización y aprovecharse de ello en función de la estrategia geopolítica y la industria bélica.
Mirada desde la perspectiva del ciudadano común, la erupción del Eyjafjallajökull fue un simple incidente.
Pero mientras la vida en las calles europeas transcurría con sus ritmos y rutinas previsibles, arriba, a 11 000 metros, una implacable nube de ceniza volcánica amenaza a la aviación y detenía el movimiento de todos los aeropuertos del continente.
La ceniza, compuesta por partículas de roca, cristal y arena, puede afectar las turbinas de los aviones y paralizar los motores.
Desde que en 1982 una aeronave de la empresa British Airways perdiera fuerza cuando entró en una nube de ceniza, la industria de la aviación revisó protocolos y estableció un plan de emergencia que desde entonces se aplica en el mundo.
Aún así, a los europeos les ha costado entender que una simple ceniza volcánica fuese capaz de frenar su vorágine cotidiana.
En Londres, por ejemplo, resultaba difícil creer que el famoso aeropuerto de Heathrow, a mil kilómetros de distancia del pequeño volcán, no pudiera prestar servicio a más de 180 mil atónitos y desconcertados pasajeros.
La paralización provocó que miles de personas, junto con muchísimas otras de distintos puntos de Europa, buscaran movilizarse por tren y, en consecuencia, colapsaran las líneas férreas en Noruega, Dinamarca, Suecia, Finlandia, Irlanda, Reino Unido, Bélgica, Francia y Holanda.
Mientras eso ocurría, en la bolsa caían las acciones de Lufthansa, Air Berlin, Air France, KLM, Iberia y Ryanair.
Y así como caían las acciones, se derrumbaba también la confianza de los pasajeros aéreos por las versiones de que los efectos de la ceniza podrían mantenerse por seis meses.
Cuando la naturaleza tiene la palabra se desnudan nuestras arrogancias e inseguridades.
Es cuando comprobamos, aún a pesar nuestro, que la convivencia con la tecnología no parece hacernos más fuertes y solventes, sino lo contrario.
Y eso es bueno para recordar que tan solo somos simples seres humanos. Y que el enorme poder tecnológico que suponemos tener es tan frágil como nosotros mismos.