Cuando David tomaba la atarraya, su familia sabía que iba en busca de drogas. Esquivaba las puertas que su madre blindaba con candados y caminaba por los fangosos senderos de San Justo hasta llegar al río.
Podía pasar horas empapado para conseguir una buena carga de camarones. Si aún tenía tiempo, iba a venderlos en la cabecera cantonal de Samborondón, en Guayas; si la ansiedad lo acorralaba entregaba la jornada diaria a de su expendedor. “Una libra cuesta USD 3,25 pero me daba USD 1. Me levantaba a las 05:00 para conseguir la pesca con tanto esfuerzo y se la regalaba por necesidad”.
El joven de 22 años no paraba hasta ganar unos USD 40 para obtener 10 o 20 fundas de H cada día.
Hace cuatro meses, David (nombre protegido) cambió de ruta.
Dejó de deambular entre el río y la casa del vendedor para ir cada mañana a terapias, un viaje de 45 minutos hasta el centro de Samborondón. Es jueves y las paredes de la sala donde se reúne con otros jóvenes parecen motivarlos a gritos. “La recaída no existe si no la fabricas”, dice uno de los mensajes.
En el consultorio de la psicóloga Alexandra Zambrano, otro afiche conmueve. Decenas de nombres diminutos forman una H enorme; debajo se lee: “Esta letra se ha llevado muchas vidas, no permitas que destruya la tuya”.
Al menos 200 jóvenes han pasado por aquí desde febrero.
Llegan de caseríos como La Victoria, El Carmen y Zapán, donde las familias venden patos y gallinas para pagar el pasaje que los conducirá a la recuperación.
La desintoxicación es la primera parada, una fase de 10 días de tratamiento farmacológico cubierto por la Alcaldía de Samborondón.
El programa municipal Empezar de Nuevo incluye terapias psicológicas, vivenciales y espirituales para alejarlos de la adicción y curar sus secuelas.
“El problema es crónico, porque la H es más tóxica -dice Zambrano-. Añaden cal, cemento, diésel, sedantes y eso causa una patología dual. No solo es la adicción; hay trastornos de bipolaridad, esquizofrenia, ansiedad…”.
David cuenta que incluso utilizan la ceniza del incienso para matar mosquitos. Lo sabe porque ayudaba al expendedor a rebajar la sustancia para sacar más dosis; el distribuidor era su pariente.
Segundo puesto, en consultas
El mediodía es asfixiante en San Justo y parece que el sofocante verano se ha encaprichado con encerrarse en la habitación de Bruno -nombre protegido-, pero él no lo siente. Un toldo arropa su cama y dos colchas lo cubren mientras duerme profundamente.
Es el día 1 de la desintoxicación, entre pastillas azules y blancas para calmar el síndrome de abstinencia, aunque no puede mantenerse despierto. Cuando logra levantarse su padre va detrás de él, como cuando aprendía a caminar.
No quiere que se desplome o tropiece con el corral de los cerdos.
“Estuve dos meses en recuperación y me vine abajo”, dice, mientras lucha por no cerrar los ojos frente al psicólogo Julio Martínez.
Por experiencias como esta, el especialista del programa municipal sabe que los efectos en las zonas rurales son mucho más crónicos por una H de bajísima calidad, con apenas una mínima parte de heroína. “Eso hace que consuman más dosis diarias. Mientras en la ciudad les basta con una funda, acá necesitan dos o tres”.
Ecuador no ha actualizado los estudios sobre el consumo de drogas, tampoco hay un balance del impacto fuera de las ciudades o qué pasó con la pandemia.
El Ministerio de Salud (MSP) recurre a informes de 2014 y 2016, pero hoy la realidad es distinta.
Solo las atenciones en el sistema público de salud dan una pista más cercana. Guayaquil encabeza el ranking de consultas médicas por adicciones en el sistema público en los últimos cuatro años.
Tras la pandemia, las cifras de atenciones cayeron drásticamente (un 69% menos en todo el país entre 2019 y 2020).
La ciudad es el epicentro del consumo de H. Es un problema de salud que se esparce por los cantones del Guayas rural y las provincias aledañas de Los Ríos y Santa Elena, con fuerte raigambre agrícola y pesquera. Juntas forman la zona 5, la segunda con más atenciones por trastornos mentales ligados al uso de estupefacientes.
Sin mayores cambios
Cambiar el dinero ganado en sembríos o en la pesca por drogas es apenas una de las formas para asegurar la dosis.
Hay quienes roban aves de corral; otros migran a las cabeceras cantonales para cargar bultos en los mercados, mendigar, prostituirse… “En las zonas rurales se ven el abandono y deterioro familiar -dice el psicólogo Danilo López-, los chicos dejan su conducta de desarrollo humano, pierden hasta el deseo de alimentarse, se alejan para enfrascarse en el consumo”.
Es el diagnóstico general del especialista en prevención del fenómeno socioeconómico de las drogas del MSP en la zona 5.
En esa coordinación, solo en lo que va del año han recibido a 888 nuevos pacientes.
La estrategia casi no ha variado. Los centros de salud en áreas rurales dan atención ambulatoria.
Algunos lo hacen solo un día a la semana y el ambulatorio intensivo ofrece terapias por un año para aquellos que pasaron la desintoxicación. El residencial, que cuenta con pocos centros en el país, es la última opción. En el dispensario Los Vergeles, en Milagro (Guayas), una pared con diminutos cuadros da testimonio por los pacientes del ambulatorio intensivo. Frente a esa galería, el psicólogo Juan Jara, responsable de Salud Mental de la zona 5, cuenta que usan pintura e instrumentos musicales para alejarlos de las drogas, aunque no siempre es fácil.
“Hay que ser realistas -dice-, de 10 pacientes, uno o dos completan el tratamiento porque hay muchos factores de riesgo”. Uno de ellos es la familia, que corta el tratamiento al poco tiempo de ver resultados.
Otro es el mito de la medicina con “sueros de limpieza”, una mezcla de solución salina y vitaminas que no frena la adicción.
David trata de superar esos episodios. Al terminar las terapias regresa a San Justo, para ayudar a su padre en los arrozales.