Con los Black Keys perfectamente se puede trazar una línea recta desde los campos algodoneros del Mississippi de hace cien años, pasando por los trenes que llegaban a Chicago (donde el blues se encontró con la electricidad) y con escalas en la música despiadada de Led Zeppelin o en los sonidos pantanosos de Creedence Clearwater Revivial. Claro, los Black Keys son usufructuarios de gran parte de la tradición musical estadounidense y de los mejores momentos del rock clásico, pero al mismo tiempo han inventado una nueva forma de radicalidad. Son, en paralelo, un cumplido al pasado de la música y la perspectiva del rock, un poco de aire fresco en un ambiente viscoso. No se puede dejar suelto el argumento de que estos dos señores de Ohio son simplemente un grupo más de reciclaje del viejo rock, ni que su encanto radica en que son de la vieja escuela: los Black Keys le han dado nueva vida a la ciertamente exagerada fórmula de Lou Reed de que un acorde está bien, dos se pueden pasar y que con tres entras a los dominios del jazz.
Creo que el calificativo más simple y obvio, el de rock de garaje, se queda corto y cubre apenas una de las dimensiones de los Black Keys. Todo empieza por el hecho de que la banda sea un dúo: la arrebatadora guitarra eléctrica de Dan Auerbach y la vigorosa batería de Patrick Carney. Ser un par, supongo, les permite destilar un mayor grado de pesadez, de tonelaje (aunque pudiera sonar paradójico). Como una milicia de dos personas, con el cuchillo entre los dientes, el fusil al hombro. Son varios los ejemplos de eficaces sociedades entre guitarristas y bateristas: Eddie van Halen solamente necesitaba guiñarle un ojo a su hermano Álex para generar todo el legendario voltaje de la banda, cuando estaba en su apogeo. Jimmy Page encontró en John Bonham una yunta estratégica de tal perfección que, cuando el batero murió, los demás miembros decidieron que no tocarían juntos nunca más (promesa que ha sido parcialmente rota alguna vez desde entonces). Y, solo para abundar en muestras, la química que hay entre Álex Lifeson y Neil Peart en Rush es de casi imposible emulación.
Parece que el secreto de los Black Keys es el imperio de la simpleza. La suya es música de poder, música de voltear cabezas, música de no dejar indiferente a nadie.
El ofrecimiento es el de un sonido corrosivo, a veces ácido, que muchas veces puede invocar a los mejores momentos de T-Rex (cuando la banda se pone ambiciosa, como en sus últimos dos discos), música de no dejar títeres con cabeza, sin términos medios ni ambages de ninguna naturaleza.
Con los Black Keys no hay atajos ni posibilidad de acortar las marchas. No hay ambigüedades y uno sabe a qué se atiene. Los Black Keys te agarran con fuerza de la yugular, te sacuden y no te sueltan.