En sus párpados queda un tenue rastro de sombra. Sobre su cómoda hay un labial y un delineador que casi no usa. Prefiere tener el rostro limpio y el cabello enmarañado, con diminutas trenzas que tejió con sus manos y con las que juguetea continuamente. Parece una niña aunque tiene 21 años.
En la angosta habitación de Clara (nombre protegido) un gran ventanal llena de luz todo el lugar. El sol de la tarde cubre su cuerpo.
Hace un mes buscó refugio en la casa de acogida Hogar de Cristo, en Guayaquil. Ahí no solo comparte espacio con otras nueve mujeres sino también una historia común de violencia y dolor.
Muy cerca de su cuarto se escucha el peculiar acento de Flor. Es colombiana. En enero llegó a Ecuador para alejarse de la guerrilla y de su pasado de maltrato.
Una Biblia reposa en su cama. En la noche hurga en sus viejas páginas para encontrar paz. “El que habita al abrigo del Altísimo morará bajo la sombra del Omnipotente…”, lee pausadamente. Es el Salmo 91, su preferido.
Para Clara es difícil hallar la paz que le quitaron cuanto tenía 7 años. Desde esa edad soportó el acoso de su padrastro y el silencio de su familia. Su llanto a solas y su ira crecieron a los 17, desde cuando fue víctima de violencia sexual. “Ya no pude callar más”.
Su voz se entrecorta y sus ojos color miel se humedecen. Mientras recuerda se balancea de un lado a otro para calmar a su hija de 1 año, que llora en sus brazos.
El 12 de noviembre, después de 14 años de maltrato, Clara acudió a la Fiscalía. Puso la denuncia, asistió a tres audiencias, pero el caso se estancó. “Mis familiares dijeron que yo no era un Cristo, que me prostituía… Y les creyeron”.
Para Annabelle Arévalo, del Centro para la Promoción y Acción de la Mujer (Cepam), la impunidad es el principal obstáculo de la mujer agredida. Su voz de lucha está grabada en la camiseta que lleva puesta: “No más impunidad, no más violencia…”. “Es una lucha de David contra Goliat”.
Así resume el lento y tedioso proceso legal por el que pasan las víctimas. En la Fiscalía las investigaciones pueden tardar un año. En los juzgados, hasta cinco años. Se calcula que de cada 20 casos de violencia extrema contra mujeres, dos llegan a sentencia.
Entre el 2008 y el 2010 hubo 250 000 denuncias de violencia intrafamiliar, según el Plan Nacional de Erradicación de la Violencia. Ese estudio reveló que 8 de cada 10 ecuatorianas han sufrido algún tipo de maltrato.
Solo en Guayaquil, las Comisarías de la Mujer y la Familia reportan 20 000 denuncias cada año. Ahí se tratan las contravenciones menores, como se cataloga a las lesiones leves, la agresión verbal y psicológica. Pero muchas denuncias solo quedan en papeles.
Decenas de rostros se proyectan en los vitrales opacos de la Comisaría Cuarta, en la Gobernación del Guayas. Son rasgos difusos que se borran con el paso indiferente de quienes van por la calle.
El chillido de las viejas impresoras y el chasquido de los sellos golpeando las hojas hacen vibrar la sala. El taconeo acompasado de Beatriz armoniza ese bullicio. La mujer de 24 años no puede dejar de verse en el vitral. Con la mirada fija en sí misma lleva sus manos al cuello. Su pareja intentó ahorcarla. Su historia quedó plasmada en una hoja borrosa que se sumó a otras 30 amontonadas en el escritorio de la abogada Ángela Naranjo. “Muchas creen que la boleta de auxilio es un escudo y dejan el proceso. Pero no lo es, un cuchillo puede atravesar ese papel”.
Las bajas sanciones de las comisarías hacen que muchas mujeres callen. El comisario Lenín Sánchez conoce al detalle las multas: de USD 4 a 60 por violencia psicológica, de USD 7 a 14 o de dos a cuatro días de prisión por golpes leves, de USD 14 a 28 y hasta 30 días de cárcel por golpes severos.
Los casos de violencia física y sexual van a la Fiscalía, como el de Sara, de 32 años. Con una toalla cubre a medias su rostro. No quiere que la vean, siente vergüenza.
Por 18 años soportó insultos y humillaciones. Pero el 26 de febrero su esposo pasó ese límite. Le desfiguró el rostro a golpes. El jueves, mientras esperaba el chequeo en el Hospital Abel Gilbert, miraba la foto de su cédula. No quedó rastro de aquella mujer.
Ese día una joven de 23 años llegó a Emergencias. Su pareja le clavó ocho puñaladas en el vientre. Con su último aliento pidió que cuidaran a su hija de siete meses y al poco tiempo murió.
Los casos de violencia extrema, como el femicidio o muerte de la mujer por odio, pasan a los juzgados de lo Penal, en las Cortes de Justicia. Pero pocos se resuelven.
En Guayaquil hay 14 juzgados de la Familia, Mujer, Niñez y Adolescencia. En ese largo título la mujer queda limitada a una palabra más. “Aquí solo vemos casos de niños, tenencias, divorcios, nada más”, dice el juez Carlos Pinto.
El año pasado, el Observatorio de Seguridad Ciudadana de Guayaquil reportó 14 femicidios. Su director, Bernardo Ovalle, define el perfil de las víctimas: mujeres de 18 a 35 años, que soportaron golpes e insultos por siete y hasta 10 años. “La mujer es como un vaso frágil. Tras la primera agresión puede estar la muerte”.
Pero las leyes poco aportaron a frenar la violencia contra la mujer. Hasta 1986 el Código Civil la definía como propiedad del hombre. Y el Código Penal le daba la potestad a su esposo de quitarle la vida si la encontraba en ‘un acto de traición’, sin ser sancionado.
Hubo varias reformas. Recién en 1995 se publicó la Ley 103 contra la violencia a la Mujer y en 2007 aparece el Plan de Erradicación de la Violencia de Género. Pero hay pocos avances. Aún no se tipifica el femicidio como delito y solo hay cuatro casas de acogida para ayudar a mujeres en riesgo.
Clara no sabe cuánto tiempo pasará en la Casa Hogar de Cristo. Hasta entonces su maquillaje y sus aretes seguirán arrumados sobre la cajonera. No quiere usarlos. Siente temor al pensar que los hombres la pueden mirar. Tampoco quiere verse, por eso no tiene espejos en su cuarto.
En una esquina, en un cordel improvisado, cuelga la ropa de su hija. La mira y sonríe; dice que se parece a Leonor, su madre. “Los perdono, pero no olvido el dolor”. La niña es hija de su padrastro.
Estas actitudes perpetúan el machismo
Que las hijas mujeres tengan la obligación de ayudar en los quehaceres domésticos a la madre pero los hijos varones no; y que el padre tampoco la tenga.
Que los hombres aún conserven la actitud del asumir todos los gastos en una cita, pues eso le permite ser quien elige, quien decide qué hacer, a dónde ir y con quién.
Que se vea como raro que una mujer practique deportes como el fútbol, “porque le pueden golpear”. Esto evidencia que se sigue considerando a la mujer incapaz y delicada.
Que en casa los hijos varones puedan tener desordenado su dormitorio. Mientras que si la hijas no organizan su ropa y accesorios son consideradas poco femeninas.
Que todavía se crea que el hombre queda mal si la mujer es ‘más’ que su pareja (más alta, mayor, que gane más, que tenga más títulos académicos, mejores cargos, etc).
Que las hijas mujeres no puedan llegar tarde pero los hijos hombres sí puedan estar fuera de casa hasta altas horas de la noche, “porque son varones”, es decir porque sí.
Que sea escandaloso que las chicas tengan relaciones sexuales antes del matrimonio, pero que sea bien visto que los hombres tengan sexo con varias parejas antes de casarse.
Que en la pareja, se reserven para el varón aquellas tareas que impliquen cierta relevancia social, como decidir qué auto, qué computadora, qué televisión… comprar.
Que sea normal que los hombres dediquen su tiempo libre a sus intereses o aficiones personales, y se asuma que las mujeres deben dedicarlo al trabajo doméstico.
Que se dé por hecho que las mujeres estén más expuestas contactos físicos no solicitados en espacios públicos, y que incluso se las convierta en sospechosas cuando esto sucede.