Una empresa canadiense utiliza la planta Nicotiana benthamiana para la producción de vacunas. Foto: Cortesía Medicago
A mediados de la década de 1980 aparecieron los primeros estudios serios de una controversial técnica: el cultivo molecular. Esto consistía en modificar las células de las plantas para que estas se transformen en biofábricas capaces de producir proteínas recombinantes de alto valor. En otras palabras, eran capaces de producir material que era de los humanos pero que crecía en especies de flora.
Una planta de la familia del tabaco fue la primera que dio resultados positivos de una técnica que ya llevaba años en el mercado. Hasta 1978, las personas que requerían de insulina la obtenían de derivados de animales o de cultivos in vitro, pero sus reacciones eran usuales en humanos. Fue a partir de esa época en que se creó la insulina recombinante con base en bacterias Escherichia coli.
Mediante la edición genética, estas bacterias producían las cadenas de la insulina humana. Estas fueron luego purificadas y aplicadas en humanos con menor tasa de reacciones alérgicas, de bajo costo de producción y alta efectividad.
Para 1992, los científicos lograron sintetizar parte del antígeno contra la hepatitis B basados en plantas transgénicas, nuevamente a un costo muy por debajo de las técnicas tradicionales de producción de vacunas comerciales.
Luego de años de perfeccionamiento, en 2005 la Organización Mundial de la Salud (OMS) publicó un informe decisivo en este ámbito. La utilización de plantas como biofábricas era un potencial alivio para los sistemas salud en cuanto se incrementaba el volumen de producción de vacunas, sobre todo para países de escasos recursos.
“Una vía prometedora es el desarrollo de vacunas derivadas de plantas, que se pueden administrar por vía oral o en otras superficies mucosas. Las plantas pueden producir diferentes clases de proteínas de importancia farmacéutica en un alto rendimiento, lo que da lugar a productos potencialmente económicos”, señalaba la OMS en su investigación.
Una ayuda en la pandemia
En medio de la crisis por el SARS-CoV-2, la producción de vacunas se ha convertido en un desafío a gran escala. No solo está de por medio la creación de fábricas para soportar la demanda global de la vacuna, sino que hay la necesidad de una distribución masiva y a escala récord de los compuestos.
En un escenario complejo, la producción de vacunas basadas en plantas proponen una nueva perspectiva para procesos de inmunización de bajo costo y altamente efectivos.
Al momento, cuatro fórmulas basadas en plantas aparecen en el último informe de la OMS de potenciales vacunas contra el covid-19. La más avanzada de estas es la que produce la empresa canadiense Medicago, que está en fase tres y cuenta con 30 000 voluntarios a escala global.
Edward Rybicki, investigador de la Universidad de Ciudad del Cabo, señala que “La tecnología basada en plantas se presta muy bien a las vacunas ‘huérfanas’ o ‘de nicho’, debido a lo que, en efecto, es una escalabilidad infinita de producción. También es muy adecuado para la fabricación de vacunas de ‘respuesta rápida’, como las dirigidas contra la influenza pandémica y los agentes bioterroristas”.
En la última década, la producción de vacunas con este mecanismo fue prometedora en 2014 cuando hubo un brote de ébola. La vacuna ZMapp, basada en la planta del tabaco, se administró a macacos que estaban siendo atacados por el virus con el fin de estimular su sistema inmunológico. En el caso de los humanos, hubo dos ensayos de estadounidenses que estaban enfermos en Liberia y que, tras la dosis, lograron superar satisfactoriamente el cuadro clínico.
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