En La Pampa, en el norte de Quito, hay conjuntos al filo de la pendiente. Construyeron muros de hormigón, pero algunos cedieron. Foto: Vicente Costales / EL COMERCIO
La fuerza del agua y del viento fue capaz de hacer que la ladera de la quebrada El Colegio, por donde pasa el río Monjas, retroceda 20 metros. Está en Pusuquí, en el norte de Quito.
Juana Chilco mira el filo del talud y cuenta que cuando construyó la mediagua en la que vive, hace 40 años, tenía un huerto en el patio trasero donde cosechaba tomate, frutillas y mandarinas. Pero, poco a poco, la pendiente se desmoronó, y hoy su casa está por caer.
Es lo que los técnicos llaman erosión eólica e hídrica y es el principal problema de las construcciones levantadas cerca a quebradas y cauces.
El terreno de Chilco fue herencia de su madre. A sus 77 años vive del reciclaje y cada dos meses logra reunir USD 30. Sabe que su casa, en la que vivió con sus seis hijos, está en riesgo, pero no puede rentar en otro lugar ni construir un muro de contención, como algunos vecinos hicieron.
Luis Albán, especialista en gestión de riesgos del Municipio, dice que el problema es mayor en la cuenca del río Monjas, por la calidad del suelo.
Esta es una zona polvorienta donde la erosión dejó su huella a lo largo de la ladera: la pared vertical de tierra muestra surcos que cruzan el talud de forma horizontal, lo que a simple vista evidencia su desgaste.
En La Esperanza, hay casas que perdieron sus patios. María Cabezas nació en ese lugar, por lo que el sonido del río cuando crece y “ruge” al chocar con el talud ya no le asusta.
“La casa del vecino ya mismo se cae. Justo ahí abajo se forman remolinos”. Se refiere a un socavón que dejó una especie de boca en la ladera, similar a lo que ocurrió la semana pasada en Guápulo, en la vía De los Conquistadores.
El problema es general y afecta también a las cercanías del río Machángara en las quebradas de Caupichu, Río Grande y Shanshayacu, en Puengasí, Guápulo y Monjas.
La norma dice que se debe dejar un retiro entre la casa y el talud, de entre tres y 15 metros, dependiendo de su profundidad. Y si hay un río, deben ser 50 metros. Pero no se cumple.
El problema se remonta años atrás y va de la mano con la imprudencia de la gente, con asentamientos ilegales y falta de control. Albán reconoce que no hay un estudio sobre el tema, pero sí tienen identificados los puntos en las quebradas más problemáticas.
Son viviendas levantadas en zonas peligrosas desde hace varias décadas, como en San Juan, Atucucho, La Roldós, La Libertad, y en general en los 198 barrios ubicados en las laderas del Pichincha. Allí los deslaves eran frecuentes por lo que se realizaron varias intervenciones como construcción de colectores, disipadores y técnicas para evitar la erosión. Fue un plan millonario que dio buenos resultados.
Albán explica que en las laderas de Pomasqui y San Antonio, el río, el clima y la composición del suelo aumentan la vulnerabilidad. Al pie del talud, el agua desgasta la pendiente, en el cuerpo de la pared impacta el viento y en la parte alta hay escorrentías (corriente de agua de lluvia). Si no se atiende el problema, advierte Albán, en varias décadas se deberá reubicar a esas familias.
Más al norte, en La Pampa, la dificultad se repite. Allí las casas son amplias y modernas, pero no se libran de la erosión. Una vivienda ya se vino abajo, al igual que una cancha. La quebrada crece. Hoy, de un margen del barranco por donde pasa el Monjas, al otro, hay 50 m. Hace 40 años, eran 10.
Jorge Valverde, catedrático de la Politécnica Nacional, calcula que en esa zona, cada invierno, el talud recorre al menos un metro. En La Antonia, cuando se construyó un conjunto hace 15 años, había una distancia a la quebrada de 180 metros. Hoy hay menos de 40.
Marlene Benavides vive en la zona hace 11 años. Cuenta que los vecinos se han reunido para tratar de financiar un muro de contención pero el costo supera los USD 80 000, debido a la gran altura de la pendiente. Solo le queda rezar para que su casa no sea la siguiente.
Hay varias alternativas para evitar el problema: la construcción de muros de contención, manejo del cauce, disipadores de energía en el río. Y la más drástica que es el embaucamiento del afluente.
Para tener una idea de la inversión millonaria que eso implicaría, embaular 1 km del río Monjas costaría entre USD 13 y 15 millones. La quebrada tiene 16 km de largo. La cifra la da Galo Rivadeneira, jefe de estudios de Agua de Quito, quien analizó la zona.
El Monjas tenía hace 70 años un caudal de 20 m3 por segundo, pero hoy alcanza los 60 m3 cuando llueve, por lo que la decisión de embaular no es la mejor. Explica que se debería dejar que el río busque su cauce y que vaya erosionando los taludes aledaños hasta que se estabilice. Pero en zonas donde hay casas o vías cercanas, se puede hacer muros al pie del talud. Eso justamente se ha ejecutado en dos puntos del Monjas: en el barrio Veintimilla y cerca a las piscinas en San Antonio. Construir esos 50 m de estructura costó USD 500 000.
El próximo año, se tiene previsto invertir USD 1 millón en edificar esas estructuras en otras zonas de ese afluente. También se empezará un proyecto piloto que busca evitar la impermeabilización y devolver las condiciones naturales al suelo de los alrededores.
Según Rivadeneira, se debe realizar un trabajo en conjunto entre las secretarías de Ambiente, de Seguridad y la Epmmop. Juan Zapata, secretario de Seguridad, recalcó que esas obras están contempladas en el Plan Lluvias, con una inversión de USD 26,5 millones.
Este año han intervenido en 26 quebradas, entre ellas la de Shanshayacu, El Capulí y Angacharca, en Llano Chico. En Quito, según el mapa de riesgos del Municipio, hay 92 barrios propensos a derrumbes.
“La solución no es limpiar y parchar, sino hacer un estudio integral”, dice Valverde. Si el Municipio no tiene gente ni recursos, añade, puede trabajar con la academia y hacer un inventario para, entonces, crear un plan de acción efectivo.