Retrato de David Foster Wallace en el 2006. Se suicidó en el 2008. Foto: AFP
Un cuadro donde la tristeza deja de ser un simple estar decaído o tirarse en la cama durante todo el día, para dar paso a una verdadera angustia donde todos los miedos internos del hombre -sus demonios- se apoderan lentamente de él y lo obligan a vivir cada segundo bajo la certeza de que lo peor está por venir.
No se trata de una tormenta después de la cual vendrá una posible calma, no; después del diluvio y la destrucción es cuando empieza lo malo. Después del primer bajón es cuando comienza lo mejor de su literatura. David Foster Wallace, grande entre los grandes, aborda -mediante una profunda visión- todo lo crudo que el ser humano tiene por delante, es decir: la vida misma. Sus historias se rebelan frente a lo cotidiano, rompen la larga cadena de convenciones literarias, desde las cuales el círculo intelectual se manejaba, y optan por un estilo que, definitivamente, no se encontraba entre los favoritos de la época.
Cañonazos de irrupción en la realidad cuando las historias que se cuentan tocan esa vena sensible y despiertan un lado feroz y poco usual. Leerlo es ver cómo lo cotidiano se transforma en una realidad aumentada, inundada de circunstancias y detalles significativos. Pasar por entre sus textos es encontrarse con notas de pie que generan nuevas notas y que se conectan a otras, creando una especie de entretejido.
Frente a una época donde el minimalismo toma fuerza, llega un escritor irónico, mordaz y que maximiza su escritura para retratar la sociedad que lo rodea. Sus libros adquieren un matiz que juega constantemente entre el realismo y la literatura fantástica, una mezcla de lo crudo y lo imaginativo, donde el choque causa un sacudón que deja al lector siempre pidiendo más. Quien acoge un libro del escritor estadounidense se introduce dentro de una apuesta, similar a la ruleta rusa, donde el tiro de gracia lo dará con un final (in)acabado -como con su primera novela,
‘Broom’ (Escoba)-, o con ensayos donde se percibirá la desesperación que puede atacar a una persona.
El 12 de septiembre del 2008, la esposa de David Foster Wallace lo encuentra ahorcado en su patio. La depresión había ganado. Flota la pregunta que ella formula, “¿quién se suicida después de ir al quiropráctico?” Después de que los efectos secundarios le obligaran a abandonar los medicamentos, cuando intenta regresar a su tratamiento, este ya no surte efecto. Momentos antes escribió una nota de dos páginas e intentó hacer ciertas correcciones a una obra, ‘The Pale King’ (El rey pálido), que quedó inconclusa. Su caminar era un constante balanceo por un limbo entre la cordura y la locura. Sus pasos se volvían confusos, ya que sentía que los medicamentos le abstraían y le impedían sentir. Su gran tema era la soledad. Ferviente creyente de la literatura, la consideraba la única forma de aliviar al hombre.
La polémica en cuanto a su obra es larga e intensa. Por un lado, se encuentra todo el grupo que ha asegurado que sus textos son obras de culto y han inmortalizado ‘Infinite Jest’ (La broma infinita) como su libro cumbre. Por otro, en cambio, están todos los críticos y estilistas que abuchean su estilo excesivo, innecesariamente cargado, además de encajarlo dentro del género posmodernista -situación que incluso ahora, con todo el tiempo transcurrido, resulta imposible de afirmar con seguridad-.
Hijo literario de Donald Barthelme, Thomas Pynchon y John Barth, Wallace es la voz indiscutible de una generación -o de varias generaciones- donde la desilusión y la tristeza resaltan dentro de un contexto en el cual no pueden ser manejadas. El vacío es incipiente y sus actitudes los llevan a un único camino común: la desolación. Anécdotas incluso autobiográficas se toman las páginas de sus textos, donde se realiza un baile especial entre medicamentos antidepresivos y ansiolíticos.
Humor y crudeza, esta mezcla caracteriza la obra de Wallace y es, quizás, el elemento que la vuelve tan real y tangible. ‘Infinite Jest’ es, por excelencia, el libro que conjuga estas sensaciones. Cerca de mil páginas donde el lector podrá encontrarse con una infinidad de circunstancias a través de las cuales se sentirá identificado y, aun así, reconocerá que lo que lee es algo que está fuera de sí.
Con sus libros, David Foster Wallace se convirtió en el gran retratista de la época. La depresión que lo acosaba desde la universidad se volvió su aliada cuando le permitió sentir el incandescente desasosiego de un mal día y se cobró su parte cuando una tentadora cuerda abrazó su cuello. Con la despedida del Nardil -antidepresivo que había tomado por cerca de 22 años y que sentía que le impedía continuar con su labor creativa-, él ingresa en su etapa más oscura y que truncaría su obra.
Pintor de la sociedad. Crítico mordaz. Es la depresión la que empuja su obra literaria y también la que la termina.
*Escritora y comunicadora. Actualmente colabora en Gentleman, Dolce Vita y Ladies.