Es normal que los gobiernos tengan dificultades para lidiar con el presente, pero para los de corte populista el trabajo es el doble de difícil. Dado que hay concentración de poder y las instituciones funcionan a partir de una sola voluntad, los problemas suelen estar siempre ahí (inseguridad, desempleo, baja productividad) incluso si -o precisamente por esa razón- hay ingresos suficientes para mantener un elevado gasto.
Esos gobiernos gustan de escudarse en el pasado e incluso en el futuro. El pasado los provee de fuertes argumentos políticos. De ahí salen temas que son el carburante de la confrontación presente. Ahí está la posibilidad de buscar en la genealogía del líder a algún prohombre, no tanto por asuntos de linaje sino para comparar situaciones pasadas con las presentes y sacar conclusiones destinadas a mitificar y mistificar su imagen.
Más difícil, sin embargo, les resulta lidiar con el pasado inmediato, del cual ya forman parte y en el cual han tomado decisiones que afectan el presente, o han dejado de tomar otras como la fiscalización a los actos del pasado que sin embargo califican de corruptos, antiéticos, ilegales. O cerrar un capítulo como el del 30-S, que se mantiene como una herida abierta, fructífera como un hito político pero complicada en la práctica.
Pero también estos gobiernos huyen hacia el futuro, hacia la promesa. Rinde mucho hablar de lo maravilloso que será el Ecuador del 2017, a tal punto que valdría la pena el sacrificio de gobernarlo. Y resulta más fácil pedir 18 meses como nuevo plazo con la promesa de reformar la justicia y enfrentar la inseguridad que hacerse cargo del ahora.
Ese relativismo facilita cambiar una y otra vez de decisiones o improvisar salidas sobre las cuales no se responde. El pasado y el futuro son, sin duda, un eficaz antídoto contra el siempre fugaz presente.