Luis Supe lleva la reja que abre el surco en la tierra para la siembra. María Vivanco es quien guía esta actividad. Foto: Glenda Giacometti/ EL COMERCIO
Surco raya, bueyes cara.., sigan raya!”, dice con voz fuerte Aníbal Chávez, mientras dirige a la yunta para abrir los surcos en su terreno.
Este vecino de la comunidad Churohuayco, de la parroquia Cotaló, en Tungurahua, utiliza esta técnica para sembrar trigo, papas, maíz y fréjol en su chacra.
Chávez dice que es una práctica agroecológica con la que el suelo agrícola se mantiene intacto para la siembra, y no se mezcla con la arena, que está pasados los 35 centímetros de profundidad. “Si se pasa, se afecta y la producción ya no será la esperada”.
Cuenta que no alquila un tractor para el arado porque perdería su contacto íntimo con la Pacha Mama (Madre Tierra, en español). “Arar es todo un ritual, que aprendí de mi abuelo Sergio y de mi padre Carlos. Ellos, por más de 80 años, utilizaron la fuerza animal para abrir los surcos de siembra. Esto se complementa con el uso de abono orgánico”.
Es sábado. Chávez y su colaboradora, María Chicaiza, llegan temprano a la chacra localizada a 8 kilómetros en línea recta desde el volcán Tungurahua.
Arrean dos toros grandes y negros. Con agilidad, los unen con un madero llamado yugo, que es ajustado a los cachos de los semovientes.
El hombre, de 65 años, dice que las reses están adiestradas para este propósito. Una vez que quedan preparados, Chávez lleva en la mano izquierda una vara de madera con una punta metálica, con la que puya a las reses para que caminen e inicia el trabajo.
Poco a poco se forman los surcos que se abren con una cuchilla de madera que está atada al yugo. La técnica de la yunta aún se emplea en la siembra en las comunidades indígenas y campesinas de Tungurahua y de Cotopaxi. Esta habilidad ancestral prehispánica se aplica como un ritual que busca proteger el espacio agrícola.
Rafael Chiliquinga, estudioso de la cultura indígena de Tungurahua, explica que esta sabiduría ya usaban las culturas prehispánicas.
De esta forma, los taitas y mamas se interrelacionaban con la Madre Tierra. El objetivo de ellos no era explotar o hacer daño, sino como una expresión de igualdad y de respeto a este ser vivo.
Según su investigación y de acuerdo con la oralidad, se determinó que antiguamente se usaban llamas para efectuar ese trabajo. Esa era una estrategia para proteger la tierra y sus suaves pezuñas también ayudaban a que no haya erosión.
Pero con la llegada de los españoles se introdujeron nuevas especies de animales, como la vaca, el toro y el buey, que reemplazaron a las llamas.
Luego, las nuevas tecnologías hicieron que poco a poco empezara a desaparecer esta técnica, que consiste en la preparación del terreno para la siembra.
Con el arado se abre el surco y el timón es controlado por quien arrea a las cabezas de ganado. Otro personaje es el guía, quien ejecuta la acción y una cuarta persona coloca la semilla en el guacho y luego la entierra.
Hasta la actualidad, se relaciona a la época de siembra con el anuncio de los pájaros antes de las lluvias. Antes también se tomaba en cuenta al calendario lunar que guiaba el proceso de siembra y cosecha. Es por eso que se festejan el Pawkar Raymi, que es el florecimiento, y el Inti Raymi.
Las personas adultas de las comunidades se encargan de adiestrar al ganado vacuno para someterlo al yugo; no sin antes limpiarles con hierbas y soplarles aguardiente, como un ritual para que el trabajo sea fructífero.
En comunidades de Cotopaxi se adaptó al borrico este instrumento de trabajo. Con las nuevas tecnologías, la mayoría de agricultores indígenas dejaron de usar en un 90% esta máquina manual, y dejaron de lado este principio de la agroecología.
“En el campo, esta enseñanza ancestral no se ha recuperado debido a que los jóvenes están dedicados al estudio y dejaron de lado la vida ancestral, que en parte mantienen los taitas y mamas”, dice Jorge Chicaiza, de la comunidad Laguna San Francisco de la parroquia Cusubamba, en Cotopaxi.
El viernes pasado, Chicaiza trabaja en la siembra de la papa cacho, una variedad ancestral, con el apoyo de Lucía Vivanco y José Supe.
El agricultor cuenta que sus conocimientos los aprendió de sus padres y abuelos. “Es algo importante para nosotros, porque tenemos un contacto directo con la tierra”.