He visto que se quieren dar diversas interpretaciones a la suscripción, el martes último, de tres convenios para combatir el narcotráfico entre Estados Unidos y Ecuador. Se dice que es un acercamiento a Washington antes de la cumbre de Bariloche, que Ecuador no quiere, con este gesto, que se le asocie al tráfico de drogas y con la guerrilla, que quiere “blindarse” frente a sospechas que puedan hacerse sobre una supuesta complicidad de nuestro país.
Podría haber algo de razón pero, coincidencia de fechas aparte, yo tengo una lectura más simple. Ecuador es un país que ha demostrado en los hechos y por convicción propia que combate de manera eficiente el narcotráfico por lo cual firmar un acuerdo de cooperación en esta materia con cualquier país, incluyendo Estados Unidos, no debe ser una novedad. Tenemos claro que es un flagelo contra la humanidad contra el que hay que luchar de manera conjunta. Unirnos con ese propósito no debe llamar la atención.
Creo, además, que no se trata solamente de “transparentar” una colaboración en un campo de interés común, como bien ha dicho el canciller Falconí, sino también de institucionalizar un ámbito fundamental de la política exterior, como es la cooperación internacional, y dentro de ella la lucha contra el narcotráfico. Así deben hacerse las cosas, por escrito, previas negociaciones formales, con las autoridades competentes y ante la opinión pública.
Si antes se hubiera procedido como esta vez se ha hecho, a través del Ministerio de Gobierno y, sobre todo, de la Cancillería con la Embajadora de Estados Unidos, nos hubiéramos ahorrado los graves incidentes bilaterales de febrero pasado que llevaron a tensionar peligrosamente las relaciones bilaterales con la expulsión de dos funcionarios de la Embajada estadounidense en Quito y a desarticular segmentos especializados en la lucha contra el narcotráfico de la Policía Nacional.
Ahora constato que las cosas están claras, Ecuador ejerce, como corresponde, su autoridad sobre los objetivos de los acuerdos, los montos que implica, controla el destino de esos recursos y decide sobre las contrapartes y sobre los funcionarios responsables. Parece que se busca dejar atrás la inaceptable práctica de entenderse directamente –muchas veces verbalmente- y a niveles inadecuados entre las instituciones donante y receptora sin obedecer a una política global de cooperación que fije necesidades, prioridades y procedimientos. Es, en definitiva, una positiva vuelta a la institucionalidad.
Por lo demás, es una manifestación de que las relaciones con Estados Unidos son fluidas, que hay puntos de acuerdo como este, aunque hayan divergencias en otros que tendrán que ser abordados y resueltos desde el diálogo y el interés recíproco.