Redacción Siete Días
Su casa habla mucho de la pasión de Angelita Ríos. A la entrada, junto al número 61 que la señala, está la imagen de un búho en una cerámica.
Al entrar, un búho de color terracota espía entre las plantas del jardín. Cuando Ríos cuenta que su casa se llama ‘Residencia El Búho’, uno ya se lo esperaba.
Es que esa casa vino después de que la colección de esta ingeniera electrónica comenzara.
Fue en 1981, cuando se graduó de la Escuela Politécnica. Aún guarda el banderín con los nombres de esa promoción, adornados por el búho y dos botones (uno también con un búho) que representaban a la universidad.
Desde ahí decidió que iba a coleccionar figura de ese animalito que representa “la sabiduría, la constancia, la perseverancia…”.
La familia, los amigos, han colaborado en esta afición de años. “¡Se pone brava si me voy de viaje y no vuelvo con un búho!”, bromea su amiga Olga Barros de Riofrío.
Ríos sube las escaleras hasta llegar a la parte más alta de su casa. Es un ático donde guarda sus 500 búhos. No los saca de ahí, teme que le invadan la casa. Son de piñas de abeto, de huevo de avestruz, de cristal, de plata, de plomo, de tela, de piel, de piedra, de porcelana, de mármol, de mazapán, de madera. En un cuadro, tiene joyas en forma de búho regaladas por su mamá, por su familia.
Sus hijos le hicieron y pintaron búhos en clases de arte en el colegio, y sus amigos se los han traído de Nuevo México, Colorado, Barcelona, Medellín, Chile, China…
De Argentina, por ejemplo, tiene una bombilla de mate con forma de búho, que está cerca de uno muy colorido, de mazapán, hecho en la cercana Calderón.
Ella misma, en sus viajes, ha hecho cosas imposibles por conseguir un búho. Cuenta que una vez, mientras iba en auto por Isla Margarita con un proveedor de artículos electrónicos, vio en una tienda un colgante de cerámica con forma de búho y gritó:
“Detente, detente”. El proveedor trató de hacerla reconsiderar su intención de comprar el búho, diciendo que se le iba a romper. Pero ella lo embaló bien y llegó intacto a su casa en el valle de Los Chillos.
Otra vez en Chordeleg, en un viaje con amigas, se enamoró de una cerámica con un búho que estaba en la vitrina de una joyería cerrada.
Esperó hasta que la abrieron y le dijeron que eso no estaba en venta, que era un adorno, la obra de un artista joyero que hacía cerámica en sus ratos libres. “Pero insistí tanto, le pregunté cuánto me costaba, insistí e insistí tanto… ¡que me lo regaló! Es lo que hace un coleccionista: persigue a su búho”, dice con una sonrisa.