Morir en Navidad, ¿qué mayor dicha para un hombre de fe, cristiano convencido, practicante y ejemplar? Nos dolió -nos duele- la triste noticia, más si dos días antes le habíamos visitado en la clínica donde le atendían un grave infarto cerebral, y le encontramos animoso, rodeado de sus hijos e hijas, nietas y nietos, esperanzado pese a sus 95 años en realizar muevas obras y proyectos.
Cuando recibí la dolorosa información de su deceso, el primer sentimiento, como no podía ser otro, fue una infinita tristeza ante la desaparición física de tan querido y leal amigo, sabio profesor de Derecho Internacional Público en la por entonces recién fundada Facultad de Jurisprudencia de la Pontificia Universidad Católica del Ecuador; ilustre colega en la Academia Nacional de Historia, donde tuve a honra de presentarle cuando fue recibido como miembro de número; jurisconsulto de sólidos conocimientos; eficiente y profesional diplomático de carrera, con fecundos servicios en el exterior y en el país (Vicecanciller, Junta Consultiva, representaciones en países amigos, particularmente como Embajador en la República Argentina y ante la Santa Sede, bajo la inolvidable y colosal figura de Juan Pablo II).
Sí, toda aquella brillante hoja de vida desfiló en mi memoria por lo que, ante la pérdida que su muerte significaba para el país, un primer sentimiento de humana tristeza me sobrecogió, tanto más cuanto que esas tres últimas semanas me habían sido particularmente dolorosas por la desaparición de insignes personalidades, cada una merecedora de sentido obituario, ante cuya memoria deshojo siquiera unas líneas de recuerdo, respeto y admiración junto con el pésame a sus deudos: doña Michita Grijalba de Egas, ejemplo de filantropía y bondad;
Jaime Carrión Eguiguren, condiscípulo en el San Gabriel y compañero en el Municipio de Quito; embajadores Bolívar Valladares, mi compañero en Cancillería, y Juan Cueva Jaramillo, caballeroso cultor de talentos múltiples, brillante inteligencia y patriota intérprete de nuestras realidades. Todos suscitaban en mí hondos recuerdos, afectuosos sentimientos y, claro está, sentidas oraciones al Padre para que les acoja con una bendición.
Mas al volver mi pensamiento a Manuel dejé de lado mi tristeza, reaccioné y pensé cuán decidora es, siempre, la fecha: ¡Navidad!
Nadie sabe el día ni la hora de la partida final. Morir en la misma fecha en que la humanidad celebra el natalicio del Hijo de Dios, ¿será un indicio? ¿Una premonición? Un ‘padre nuestro’ brotó también ahora de mis labios y rogué al Señor de la Historia y todo lo creado que juzgue a todos aquellos muertos, no con la vara de su Justicia sino con la de su Misericordia, pues Él, que conoce lo íntimo de cada conciencia, puede formular la escala de valores para las vidas de cada uno de sus hijos y, con su bondad infinita, atraer a todos a su Regazo Eterno.