La madre de Carlita (nombre protegido) se molestó cuando la pequeña, de dos años, pidió un helado. La tomó de la cabeza y estrelló contra una pared de la vivienda donde ambas viven, en Quito.
Los vecinos intervinieron y trasladaron a la niña a la Fiscalía de Pichincha. “Tenía el rostro cubierto de sangre y una hinchazón en la frente”, aseguró la fiscal que conoció el caso, Thania Moreno. “Carlita aún pedía el helado”.Aunque Moreno dejó la Unidad de Delitos contra la Vida hace 15 días, recordó que la madre de la menor “era una madre soltera, con muchos problemas. Estaba irritada y actuó así sin pensar”.
Moreno permaneció seis años en ese cargo y cada mes recibía al menos tres denuncias por agresión intrafamiliar a niños. El promedio de denuncias no varía, según los cinco fiscales que ahora atienden en la Unidad.
La Dirección Nacional de Policía Especializada para Niños, Niñas y Adolescentes (Dinapen) registró 163 denuncias por maltrato físico y psicológico a menores en el 2009. Entre enero y marzo de este año ya son 58 los casos reportados en la institución.
En agresiones leves, que clínica y psicológicamente se compruebe que la vida de los niños no está en peligro, ellos son devueltos a sus familiares. A este grupo corresponde un 70% de denuncias que oficialmente se conoce.
A Carlita, por ejemplo, le compraron el helado y se tranquilizó. De inmediato pidió regresar con su madre y como el caso no era grave, Moreno permitió el retorno. Lo único que pidió es que la mamá reciba terapia psicológica.
Moreno cree que hay una debilidad jurídica, porque “no hay una vigilancia permanente para que las madres cumplan el pedido”. “Muchas veces dicen no voy (a la terapia), porque no tengo tiempo, dinero o están ocupadas”.
Según un informe que presentó el Ministerio de Salud, en marzo, la falta de seguimiento de los casos es un problema grave del país. Alexandra Rosero, directora del hospital Baca Ortiz, centro asistencial que recibe a niños agredidos de todo el país, reconoce que los menores son atendidos por los médicos, pero “cuando salen nadie asegura que no vuelvan a ser golpeados”.
Marcelo (nombre protegido), por ejemplo, llegó por tres ocasiones al centro de atención del Hospital Baca Ortiz. Cuando tenía 5 años, el padre le rompió la cabeza con una vara de madera, como castigo por haber roto un vaso.
Luego, a los 7 años, su madrastra le quemó la mano con agua hirviendo. A los 8 su padre le golpeó en el estómago, llegó inconsciente a la casa de salud. La última agresión se dio porque el niño no entregó USD 5 que consiguió luego de limpiar zapatos desde las 07:00 hasta las 19:00 en el centro de Quito.
Hoy tiene 10 años. Sus mejillas están quemadas por el sol y sus manos, machadas de negro betún. “Mi mamacita murió cuando tenía dos años y pasaba con mi madrastra. Ella es bien mala, me tiraba agua fría cuando estaba durmiendo. Y mi papá me quitaba la plata para comprar trago. Es albañil pero nunca trabaja”, dijo el niño.
Según el Código de la Niñez y la Adolescencia, aprobado en el 2003, los organismos que se encargarán de la protección a los menores son, entre otros, el Consejo Nacional de la Niñez y Adolescencia (CNNA), las juntas cantonales, el Consejo de la Niñez y Adolescencia. Pero la coordinación entre ellos es limitada.
Rocío Montúfar, técnica nacional del CNNA, sostiene que las denuncias se remiten a la Junta Metropolitana de Protección de los Derechos de la Niñez y Adolescencia, para que allí se haga un seguimiento. Pero María de Lourdes Miranda, integrante principal de esta Junta, indica que en estos casos debe actuar el Consejo Metropolitano de Protección Integral a la Niñez y Adolescencia (Compina).
Pero en esa entidad, Silvia Proaño, secretaria ejecutiva, dice que solo participan cuando la violencia se institucionaliza. Cuando existen agresiones en una escuela, por ejemplo.
Miranda cuestiona que hasta ahora, ni el CNNA ni el Consejo Metropolitano hayan respondido al informe del 2009 que se refiere a las agresiones a niños en Quito. “Esperábamos que digan hay estas amenazas y tenemos estos programas para atender el problema”. El Compina aclara que no tienen potestad para seguir casos como el de Carlita o Marcelo.
El pequeño solo estudió hasta el segundo grado en una escuela de Pujilí (Cotopaxi). Luego el padre lo llevó a Quito para trabajar. Aún recuerda su paso por el hospital, tras las agresiones.
Cuando le dieron el alta la última vez, dice que se fugó de la casa. Un amigo lo acogió. “Desde allí nadie me ha preguntado si estoy bien, si sigo con mi papá, si él ha cambiado”.
Roxana Sandoval, psicóloga clínica del Baca Ortiz, defiende el trabajo. “Existe el marco legal, político y social ya instalado. Ahora tenemos que hacer que funcione”. Solo en casos graves los niños son separados de sus familiares y los agresores son detenidos.
Eso ocurrió con la madre de Karina (nombre protegido), de dos meses. La niña fue atendida en el Baca Ortiz. Llegó con la mano derecha cercenada. El cirujano Patricio Padilla atendió a la menor y se enteró que la madre estaba “llena de problemas y que en un momento de histeria tomó un cuchillo y lastimó a la niña”.
Desde hace tres años, Verónica Araque es asesora jurídica de este Hospital. Cada día envía hasta dos denuncias a la Dinapen. Pero en este tiempo no ha visto “una sola sentencia”. Sostiene que los trámites no avanzan y para lograr un fallo se debe esperar hasta cinco.
La fiscal coordinadora de la Unidad de Delitos contra la Vida en Pichincha, Sandra Rocillo, reconoce lentitud en los trámites y asegura que eso ocurre porque las acusadoras desaparecen o no acuden a rendir versiones. “A veces la madre incluso es cómplice de los padrastros y obligan a sus hijos a quedarse callados”. Según la funcionaria, eso ocurre en dos de 10 casos. En los seis años que Moreno trató temas de infancia, solo en uno de cada tres juicios se dictaba sentencia y el resto se archivaba. Esto último ocurrió con el proceso de Carlita.