Santiago Pizza vive en el recinto La Fortuna. En su casa conserva varios utensilios de la campiña, como el garabato. Foto: Enrique Pesantes / EL COMERCIO
El celular de Segundo Chávez vibra al son de un contagioso ritmo. “Sus fiestas son los rodeos, folclor montuvio del Litoral; sus cantos son amorfinos, que nos deleitan a enamorar”. Es Salitre de mis amores, una de las tantas canciones que este salitreño de cepa ha creado para la Capital Montuvia del Ecuador.
Vastos arrozales, jinetes aguerridos, casonas de caña, refrescantes ríos… Para Chávez, este cantón del Guayas, ubicado a poco más de una hora de Guayaquil, es su paraíso. Y así lo sienten quienes viven en la campiña, rodeados por cultivos y reses.
“El campo es nuestra sabiduría, nuestro orgullo de ser montuvios”, dice ‘el negro’ Maquilón. El popular amorfinero de Salitre tiene la lengua más afilada que un machete cuando de coplas se trata. Incluso ideó una para presentarse formalmente: “Si usted quiere saber mi nombre, yo se lo diré cantando. Soy Aníbal Gonzalo Maquilón Vargas, como la bola rodando”.
Pero como buen centauro elige ir a galope antes que rodar sobre una moto. “Prefiero a Satanás -y ríe-; no se asuste. Ese es mi azabache, un caballo criollo pura sangre”.
Los estribos, tapaderas, frenos y riendas nunca faltan en los portales. Montuvio que se respeta -dicen por acá-, viste bien a su caballo. Los aderezos para los equinos son verdaderas obras de arte en cuero y metal, talladas a pulso por diestros talabarteros.
Andrés Burgos lleva en su montura las iniciales de su hija de 5 años. Cuenta con orgullo que aprendió a dominar caballos antes que las vocales. “A ella no le importa si es un potrillo mañoso. Es demasiado atrevida para la monta”.
Esa es la herencia de su bisabuelo, José Burgos Zapatier, considerado el padre de los rodeos montuvios. Sus descendientes cuentan que todo empezó en la hacienda Pijío, donde aún conservan un coso que él construyó y que dio origen a los Látigos negros, expertos jinetes en el arte del caracoleo y la doma de los chúcaros.
Los trofeos de bronce reposan dentro de una antigua casona, levantada sobre una tola. Tiene más de 100 años y sigue en pie, pese a los temblores.
La casa salitreña es un santuario de tradiciones. De sus paredes de caña tostada penden utensilios que solo sobreviven en la campiña, como el lomillo de paja de Santiago Pizza, el antecesor de las monturas. Y es uno de los pocos que aún usa el garabato, un madero con forma de 7 que junto al machete se usa para cortar la maleza.
Su esposa, Gardenia Sánchez, se rehúsa a cambiar el fogón de leña por la cocina de inducción. “Sancochos, cazuelas, bollos de bocachico… Así queda la comida sabrosa, al natural”.
La sazón montuvia tiene un toque de tierra y una pizca de agua dulce. El río Vinces ofrece sus viejas, bocachicos y langostinos, esos que Jaime Sánchez recoge en sus redes para dorarlos sobre la parrilla, en su canoa. Es su comedor ambulante, el que se pasea por la turística playa Santa Marianita.
A otros, la tierra los llama. Desde que era niño, Heraldo Valero sumerge en el lodo sus manos, ahora arrugadas por los años. Le urge cubrir una cuadra de arroz para que esté ‘parida’ en tres meses -si ninguna plaga se entromete-.
Por eso trabaja mañana y tarde, aunque el hombre de campo ‘se alza’ temprano. Empiezan a las 04:00 para colgar los sombreros al mediodía. Y las tardes son sagradas para una partida de naipes, entre cigarros y unas cuantas cervezas.