Jaime Paredes (izq.) trabaja la terapia de sanación a través de la música con instrumentos tradicionales andinos. Foto: Patricio Terán / EL COMERCIO
Basta cerrar los ojos y sentir cómo la música recorre nuestro cuerpo para aterrizar en un escenario rodeado por montañas altas, empinadas y cubiertas de vegetación. Por allí transitan venados, conejos… Sobrevuelan: uno, dos, tres cóndores. Más allá hay un río, una peña, mujeres y niños.
Mientras más fuerte suena la música, las estampas que identifican al mundo andino pasan a mayor velocidad por delante de nuestros ojos, como si se tratara de una película.
Ese es el poder de la música, interpretada por Jaime Paredes, un instructor-constructor de la nación Quitu Cara.“La música se conecta con el corazón y te permite ir a donde tú quieras”, cuenta.
Cada nota musical, afirma el artista, lleva al oyente a lugares inimaginables, increíbles, llenos de luz, que transmiten paz. Eso sucede porque las personas liberan a su espíritu con los sonidos que se desprenden de los instrumentos musicales andinos, “se dejan sanar”.
En eso, precisamente, consiste la técnica de Paredes, a la que se le conoce con el nombre de Taky Samy y con la que ha curado a decenas de personas que han llegado en busca de una solución a sus problemas de tipo sentimental.
La técnica, dice Paredes, sana el espíritu, muchas veces aquejado por situaciones económicas o pérdidas familiares.
Paredes añade que el uso de la música con fines terapéuticos tiene origen ancestral, pues los antepasados la escuchaban para calmar el dolor que produce la muerte de un ser querido o para celebrar acontecimientos importantes.
Durante la terapia, el intérprete toca una variedad de instrumentos: palla, pingullo, tambor, rondador. Empieza con uno, después con otro y así sucesivamente hasta completar la sesión.
Todo eso lo realiza en un escenario alejado del ruido y la contaminación. De preferencia, dice, seleccionan lugares abiertos, rodeados de naturaleza para que exista un contacto con la madre Tierra. Cuando la terapia llega a su final, Paredes pide al paciente que abra los ojos y que le cuente cómo se siente. Las respuestas son cortas y variadas: paz, bienestar, alegría.
Para que la terapia funcione es necesario que exista predisposición por parte del paciente -que se ‘desconecte’ del mundo y sienta la música- y que el ‘maestro’ tenga el conocimiento. Paredes, además de interpretar cada instrumento, conoce su historia. Sobre el rondador dice: “Apareció en la época colonial. Una persona emitía un sonido después de cumplir con su ronda (vigilar) en una determinada cuadra o barrio. De ahí el nombre”.
Sus conocimientos los comparte con sus amigos. Mucha de esa información también la difunde entre los más jóvenes de la escuela Mushuk Pakary– Hacia un Nuevo Amanecer y entre sus pacientes.
“Les explicamos su origen, les hablamos del material y lo que significaban para nuestros antepasados”, cuenta Roberto Quiyupangui, integrante de la escuela Mushuk Pakary.