Monseñor Víctor Corral (Guayaquil, 1936) se apresta a dejar el obispado de Riobamba, después de 25 años.
En la biblioteca de textos de filosofía, religión, biografías y literatura, su mirada se pierde en un antiguo globo terráqueo.
“Me voy como vine -dice- sin nada material, feliz por haber servido al pueblo, en especial al más pobre: el indígena”.
Monseñor Leonidas Proaño ha sido su padre espiritual y mentor. Trabajó como Obispo Auxiliar de él entre 1982 y 1985, “los años más duros por la persecución”, y 25 al frente de la Diócesis. En febrero cumplirá 75 años, la edad del retiro.En el comedor de la casa colonial, contigua a la vieja y encantadora catedral de Riobamba, los canarios cantan y tres cacatúas de plumaje celeste revolotean en torno a una gran jaula de metal, similar a una cúpula de Iglesia. En la antesala del segundo piso, María del Carmen, la hermana de Monseñor, arregla un primoroso nacimiento.
En los últimos 28 años, ¿cómo ha visto los cambios en la provincia?
Muy notable en el modo de ser y en la mentalidad de la gente, pero más en el sector indígena. Cuando llegué, Riobamba tenía 75 000 habitantes. Hoy, 150 000. La urbe crece por la migración de las comunas.
¿Cómo asumió monseñor Proaño el lío de una ciudad aristócrata, por tradición, y el apoyo al indígena?
En los tiempos de monseñor Proaño, la ciudad aristócrata tenía conflictos frente a la posición pastoral a favor de una iglesia de base, una clara opción por los pobres. La sociedad estaba marcada por aquellos que tenían mucha tierra y por las familias de renombre.
El problema más complejo de Chimborazo ha sido la tenencia de la tierra, ¿ya está resuelto?
De todos los levantamientos, el más grave fue el inicial, en 1990. Hubo ocupación de haciendas. Mi angustia, como Obispo, y con la gente que me acompañaba, era evitar la violencia.
¿Cómo la evitaron?
Ayudamos a los indígenas a comprar las haciendas. No tenían tierras, eran los marginados ‘indios de hacienda’. Ellos y los catequistas sufrieron. Hubo muertos y encarcelados.
El conflicto comenzó en 1988 y se desató en 1990. Solicitamos ayuda al Gobierno y al extranjero. Nadie quería apoyar. (Monseñor respira hondo, como si evocara su delicado papel de mediador entre hacendados e indígenas, aquel trajín sin tregua).
¿Por qué no querían?
Los propietarios decían que la producción iba a caer, pues los indios no sabían trabajar, iban a destruir, solo cultivaban para su economía familiar. Estaba en juego la tenencia de la tierra.
¿Qué hizo usted?
Yo creía lo contrario. Hablé con una organización de campesinos alemanes, ellos consiguieron dinero y arrancó un proceso interesante de compra de tierras por negociación. El proceso se inició en 1990 y continúa.
¿Qué fases hubo?
Primero, la compra para convertirlas en tierras comunitarias; luego, la tecnificación mediante el apoyo de la Iglesia alemana y el Estado compró la gran hacienda Guayllabamba de 1200 hectáreas.
¿Cuántas hectáreas han adquirido?
4 000, desde 1990. Son pequeñas y grandes tierras, desde 5 ha, 200 ha, hasta las 1000.
¿Y las haciendas?
En total 40. Alrededor de 5 000 familias indígenas fueron favorecidas. Los campesinos han repoblado los páramos con una especie que estaba en extinción: la llama. Hace 10 años trajimos vicuñas. En ocho años repoblamos 10 000 llamas a favor de 140 organizaciones (segunda etapa).
¿Mucho paternalismo?
Ayudamos. Ellos fueron los actores. En Riobamba se hizo, en el 2009, el V Encuentro Mundial de Camélidos. Vinieron científicos de Arabia, de Perú, de Bolivia y de Chile. La tercera fase es la agroforestal: mejorar los cultivos y recuperar las tierras áridas con plantas nativas -pumamaqui, arrayán, capulí- todo en minga. KLB (Campesinos Católicos de Múnich) les apoya. Desde 1990 se ha invertido un millón y medio de dólares en la compra y tecnificación de tierras.
¿Cómo fue el método pacífico con los hacendados?
Por ejemplo, 300, 400 ó 500 campesinos rodeaban, toda una tarde, la hacienda. Los patrones se asustaban, pero no les hacían nada. En varios casos yo mediaba. A los propietarios les ofrecían un precio justo. Así controlamos la violencia y la persecución –me incluyo, pues a mi jeep le pusieron una bomba. Hubo levantamientos en 1992 y en 1994 (en los límites con Napo), yo medié entre indígenas y Gobierno. Bloquearon las vías. Los indígenas resistieron.
Pero sí hubo violencia: en 1990 azotaron a un señor Bermeo, en el patio de su hacienda’
Es verdad. Sé que hubo provocación del hacendado. Yo fui testigo de que en Chunchi otro hacendado hirió a un dirigente catequista usando la llave para cambiar las llantas. Él murió.
Sus compañeros rodearon la hacienda. Yo les pedí que no emplearan la violencia. Eso hicieron. Llamamos a la Policía. Fue entregado. A los tres meses salió libre. “¿Ya ves para qué sirve la justicia, por eso no la creemos?”, me increparon los campesinos.
¿El agresor vendió las tierras?
Sí. Prefiero no mencionar su nombre.
¿Ya no pesan los grandes apellidos ni otros prejuicios?
No. Es una ciudad más diversa y tolerante. La posición del blanco-mestizo ha cambiado en relación con el indígena.
¿Qué concesiones hubo?
No fue una concesión de nadie. Ha sido el resultado de una conquista indígena, hecha sin violencia.
¿Cómo voltearon la página sin violencia?
La no violencia, a favor de una vida digna para los desposeídos de Chimborazo, es un referente en América Latina.
Los grandes cambios, desde 1990, fueron sin violencia, más bien a fuerza de organización y presión por sus derechos. Gracias a Dios no hemos llegado a las situaciones extremas de los países vecinos, como Colombia, (la reforma agraria no se aplicó).
¿De qué manera influyó el Concilio Vaticano II en la opción por los pobres?
Fue decisivo. La evangelización cambió. Inició el papa Juan XXIII y terminó Paulo VI. Su fin: promover una Iglesia más abierta al mundo.
Monseñor Proaño fue al Concilio, ¿su vida cambió?
El esfuerzo pastoral y el compromiso se volcaron al sector indígena, el cual en esos años, a principios de los cincuenta, era mayoritario. Monseñor Proaño comenzó su episcopado en 1954 y la situación del indio era impresionante: por un lado los grandes latifundios y, por otro, el campesino marginado, dominado, no tenía voz, el racismo era grande. Había exclusión.
¿Cómo enfrentó monseñor Proaño esos retos?
(Monseñor lleva su mano derecha al pelo plateado, luego al mentón, piensa).
Con una actitud liberadora y de concienciación a través del método: ver, juzgar y actuar.
Creó 140 comunidades de base y las escuelas radiofónicas, vitales para educar a los pobres.
Esto les hizo ver que Dios es un padre bueno, de todos. Y como sus hijos tenemos derecho a una vida digna. Por el diálogo y el conocimiento del Evangelio se organizaron para exigir a la sociedad dominante que sus derechos fueran reconocidos. Sufrió. Se unieron los hacendados, los militares y el Gobierno.
¿Él vivió los grandes cambios en la provincia?
No avanzó a ver los esenciales.
¿Qué le dijo antes de morir, en agosto de 1988?
(Hace un ademán con las manos, como si dibujara una silueta inasible). Me dijo: quisiera vivir 10 años más para ser testigo de los cambios. Era un profeta.
Entonces, le tocó asumir esa herencia desafiante’
Así fue. En el primer levantamiento indígena -1990, en el gobierno de Rodrigo Borja- asumí ese legado complejo y delicado.
Mis primeros años aquí fueron muy duros. Suceder a una persona de la talla de monseñor Proaño fue difícil (aquí, él fue Obispo durante 31 años). Él era muy conocido en otros países. Llevar esa tarea me costó, pero los líderes indígenas y los catequistas ya tenían conciencia de su lucha. He reforzado esas líneas pastorales y la compañía al pueblo indio.
¿Qué Gobierno los acosó?
El del ingeniero León Febres Cordero. Hubo persecución, pero salimos. Nos tildaban de comunistas. No era así: nuestro compromiso fue siempre con los pobres a la luz del Evangelio.
¿La casa indígena sacudió a Riobamba?
Nunca olvido ese hecho. Hicimos un edificio de tres pisos. Mucha gente me dijo: no puede levantarse; el precio del barrio, en el centro, se iba a desvaloralizar’ El Gobernador (omito su nombre) sostuvo: Monseñor, le aseguro que en seis meses los indios se robarán los muebles y destruirán todo lo que hay en esta casa bella, en este palacio. En 1992 la entregamos a los indígenas por los 500 años de conquista española y de resistencia india. Ellos sentían orgullo.
¿La mejor lección de monseñor Proaño?
Un año antes de que muriera, en Alemania le dieron un doctorado Honoris Causa. Él dijo: los indios antes no caminaban, ahora lo hacen, antes no hablaban, ahora sí, no veían, hoy sí. Se sienten personas dignas y capaces. Fueron peones; hoy, propietarios. Hicimos una revolución pacífica de valores cristianos. No hubo violencia y al desterrar el racismo, cientos de vidas se salvaron. El destino del país pudo ser muy triste. Eso aprendí.
(El Obispo se distiende e invita a recorrer la catedral y a ver un Cristo, de rasgos indios, de Viteri, que domina el altar mayor. Está escoltado por el Sol y la Luna).