Fernando Hernández trabaja en una plantación de tabaco en Pinar del Río.Province, on February 24, 2018. People from diverse places and different professions are waiting expectantly to see the first generational change in Cuba in almost 60 years. AFP
Sigilosamente, con el índice cruzado sobre los labios y en puntillas, los jerarcas del partido Comunista cubano han elegido ya al sucesor del sucesor. Independientemente del nombre del ungido (que, por lo demás, es un secreto a voces), la discreta elección será confirmada por la Asamblea Legislativa, órgano supremo del Estado, según reza la Constitución. Lo que parecería ser un proceso normal de sucesión presidencial a la manera comunista es, en realidad, la clausura de una época. O quizá solamente un episodio en la historia de la “revolución”…, después del fin de la revolución.
Porque la revolución no fue una fantasía: transformó a la sociedad cubana al arrancar de su seno a centenares de mujeres, niños y hombres que desafiaron al mar para buscar la libertad que habían perdido. Cierto que muchos también habían perdido sus fortunas, pero ni siquiera la más grande podía igualarse a la libertad del más modesto de aquellos migrantes a la fuerza. Al mismo tiempo, los que se quedaban adquirían algo semejante a la fe religiosa: la confianza ilimitada en aquel comandante prodigioso que había logrado derrocar al dictador corrupto y oprobioso. Era una confianza tan grande que les permitía, además, sentirse dueños de su patria aunque hubiesen perdido sus bienes, tal como los cristianos se sienten hijos de Dios aunque tengan que sufrir humillaciones y pobrezas. Quienes se resistían, por supuesto, iban derecho al paredón o a la cárcel.
Tampoco fueron fantasía el año de la alfabetización, el año de la zafra, la nueva escuela y la reivindicación de las mujeres: de hecho, Cuba dejó de ser el prostíbulo de los millonarios yanquis y empezó a ser el centro de cultura más atractivo de América. Precisamente fue este nombre, el de América, el invocado para crear una Casa donde la literatura y las artes encontraron la puerta para abrirse al mundo, y también para que el mundo entrara en Cuba. Cuando Sartre y su inevitable compañera visitaron la isla (1960), todas las cámaras de los periódicos del mundo enfocaron sus lentes hacia la pareja, que se había constituido en la conciencia de la humanidad. Entre las fotografías que documentan aquel acontecimiento hay una, captada en el despacho del Che Guevara, que era ministro de Economía. En ella se puede ver a Sartre, sentado junto a Simone de Beauvoir, frente al Che: el filósofo se inclina para encender un cigarro con el fuego que le ofrece un Che sonriente; en otra, el Che habla evidentemente satisfecho, con una pierna montada sobre la otra y con el puro legendario que fumaba a pesar de su asma. Es el encuentro del Pensamiento con la Historia: ese decisivo encuentro en que la filosofía debe inclinarse ante los hechos.
O sea que la revolución era una paradoja luminosa y trágica. Si la Revolución Francesa opuso la Libertad al Terror, la de Cuba oponía las luces del gran escenario cultural a la sombra de las mazmorras donde agonizaban sus detractores y la amargura del exilio de los que habían vencido al mar.
Pero todo eso ha terminado, menos la cárcel y el exilio. ¿En qué momento se desvió la revolución? Porque se desvió, de eso no cabe duda; pero yo no soy politólogo ni cubanólogo para decir con certeza en qué momento se tomó la decisión, o el conjunto de decisiones que determinaran el desvío inicial del que habrían de derivarse todos los desvíos posteriores. Lo que sé, y es bastante, es que la revolución cubana se sumó a la lista de los fracasos que las versiones burocráticas del socialismo han experimentado en el mundo.
En mi historia personal, el anuncio de aquel desvío fue lo que se conoció como el ‘Caso Padilla’ (1971). Por entonces yo vivía en Praga, donde los censores del partido nunca permitieron la divulgación de ese tipo de noticias; pero me llegaron rumores desde Viena y para disipar las dudas consiguientes decidí viajar a París, donde todo se sabe. Todavía recuerdo aquel encuentro que tuve con Jorge Enrique Adoum: nos habíamos citado en un café cercano a la Fuente de Saint Michel, y durante cerca de cinco horas escuché su relato de los pormenores del arresto del poeta Heberto Padilla, acusado de haber escrito un libro de poemas (‘Fuera de juego’), lleno de “mentiras” denigrantes para la revolución. Me habló también de la posterior aparición del poeta ante la prensa, evidentemente maltrecho y apocado, para renegar públicamente de su obra y declararse traidor y miserable. Me contó también que los escritores y otros intelectuales, encabezados precisamente por Sartre, enviaron dos cartas admonitivas al comandante prodigioso, demandando respeto a la labor intelectual y artística, y expresando su distanciamiento del Gobierno cubano. Naturalmente, el comandante prodigioso tuvo oídos sordos a la voz de la inteligencia mundial, en la que una parte muy notable correspondía a los autores latinoamericanos identificados con el “boom”
de nuestra literatura.
Fue suficiente. Para mí, la revolución cubana había terminado. Descubrí que en Cuba habían empezado a aplicarse las mismas prácticas que me espeluznaban en Checoslovaquia, entonces ocupada por el Ejército soviético; y el efecto que hizo en mí ese descubrimiento quedó escrito en cierta novela que he querido en vano olvidar. Lo que siguió fue entonces el espectáculo de la revolución sobreviviéndose a sí misma o, si se quiere, la historia de la “revolución” después del fin de la revolución: esta fórmula (es una parodia de lo que Kundera escribió sobre el género novela), me ha permitido entender el triste ritmo que tomó después aquella isla luminosa. Como los cometas que atraviesan velozmente el firmamento, compuestos por un pequeño bólido de fuego seguido por una larguísima cola formada por sus gases, la revolución cubana atravesó el firmamento inmenso de la historia y dejó detrás de sí una cola que no termina todavía. El nuevo Presidente que tomará posesión en los próximos días quizá aún no sepa que también es parte de esa gaseosa cola interminable.