Oswaldo Obregón hizo una pausa en su nueva rutina -se jubiló el año pasado- para conversar sobre la otredad. Aquí posa en uno de los espacios de la cafetería Isveglio. Foto: Patricio Terán/ EL COMERCIO.
La diáspora de venezolanos en la región volvió a activar los debates sobre la forma en que la gente mira a los otros, lo que piensa de ellos y por qué en muchos casos los repele. Oswaldo Obregón, un editor colombiano que vive en el país desde hace veinte y dos años, reflexiona sobre estas problemáticas y las posibilidades que tiene una sociedad para evitar la xenofobia. La conversación transcurre en una cafetería del norte de Quito donde la atención está a cargo, como en otros negocios de la ciudad, de una mesera venezolana.
¿Qué se esconde detrás del rechazo que hay por los otros?
Lo que se esconde detrás de ese rechazo es el miedo a las personas que son diferentes a uno, ya sea por su ideología política o religiosa o por su procedencia. Ese miedo se genera por la inseguridad que uno tiene de sí mismo y nos lleva a estereotipar a las personas. Creemos que ese otro nos va a quitar algo, por ejemplo se piensa que las personas que están llegando desde Venezuela limitan la capacidad de empleo que hay para los ecuatorianos.
Entonces, ¿el problema no son los otros sino nosotros?
El otro se acerca a uno por circunstancias específicas. En el caso de los venezolanos, por la crisis que viven en su país y quien ejerce el rechazo no son ellos sino nosotros.
En la antigua Grecia se despreciaba a los otros que eran a las mujeres, los niños y los extranjeros que se encontraban en los espacios públicos, ¿no cree que nos estamos comportando como los antiguos griegos?
No creo que sea tanto así. Diferenciaría los desplazamientos humanos y las migraciones. Una cosa es la persona que por ilusiones o por el deseo de mejorar su vida se va otro lugar y otra cosa es la persona que se ve forzada a irse por circunstancias de guerra, de persecución o de hambre. En mi caso me considero migrante. Soy de Colombia y vivo en Ecuador desde el 96. Creo que el migrante pasa desapercibido cuando llega a otro país, lo que no sucede con estos flujos humanos de desplazados que generan unas problemáticas específicas.
¿En redes sociales parece que el debate sobre esas problemáticas activó la dicotomía que apareció en el siglo XIX entre civilización y barbarie?
No creo que los ecuatorianos piensen que los venezolanos sean bárbaros o viceversa. La gente los ve más como una amenaza porque están en los semáforos, en las calles, ocupando espacios públicos. Mucha gente se cuestiona qué es lo que está pasando.
Una de las reflexiones más antiguas sobre los otros fue planteada por Jesús, cuando dijo ámense los unos a los otros.
Creo que eso se debería poner en práctica, más aún si recordamos que en el pasado, cuando Ecuador tuvo dificultades económicas, hubo desplazamientos masivos de ecuatorianos a otros países incluyendo Venezuela, a raíz del boom petrolero que había en ese país. Deberíamos tener una actitud no solo tolerante sino de ayuda. Hay que ser conscientes de que esos desplazamientos, que se dan por cientos de razones, son enriquecedores tanto para el que se desplaza como para el que recibe al desplazado. La influencia de otras culturas genera una riqueza para las personas. El solo hecho de desplazarse engrandece al ser humano porque tiene que asumir una serie de retos en el ámbito intelectual y social.
También hay retos para las personas que reciben a los desplazados.
Sí, hay retos pero también se incrementa la riqueza cultural. Por ejemplo ahora hay más restaurantes de comida venezolana en el país. Deberíamos ser conscientes de que las sociedades que tienen un mayor mestizaje entre personas de distintas partes crecen de una manera más rápida.
Vemos a los otros como iguales socialmente pero inferiores, ¿por qué?
Vuelvo a lo que te decía al principio en relación al miedo. Pensamos que los otros nos van a afectar. Es un mecanismo de defensa frente al diferente, al que habla con otro acento, al que usa otras palabras que muchas veces no entendemos. Felizmente la mayoría de países de América Latina tenemos un idioma común. Pienso en los desplazados que van hacia Europa y es terrible porque son familias enteras que llegan a un sitio totalmente diferente, con otra cultura y con otra manera de ver las cosas. Uno tiene que ser muy valiente y osado con la vida y consigo mismo para hacerlo. A muchos venezolanos se los escucha decir que ellos no vuelven a ver atrás sino para adelante, porque quieren salir de la situación en la que vivían. En ese contexto pedir un pasaporte es ineficaz y no tiene ningún sentido, más cuando hay una ley que lo impide.
Si lo mínimo que podemos hacer por los otros es aceptarlos como diferentes pero iguales socialmente, ¿qué es lo máximo que podemos hacer?
Creo que lo importante es aceptarlos, ese es el primer paso. En casos como estos tiene que haber acciones desde el Estado. Los individuos pueden colaborar y ser solidarios pero para mí la responsabilidad mayor está en los Estados.
¿Pero en el trato personal que se tiene con los otros, qué se puede hacer, a más de aceptarlos?
Lo básico es fomentar una relación de igualdad y aceptarlos como un ser humano cualquiera. Lo otro es reconocerlo.
¿Se le ocurre una manera práctica de reconocer que el otro tiene el mismo valor que el que uno tiene como ser humano?
Creo que la humildad es básica y también recordar que todos somos iguales. Uno tiende a pensar que las personas desplazadas están en condiciones, en todo sentido, inferiores, y eso no cierto. Hay personas que tienen estudios superiores y que es su país tenían buenos trabajos. El otro día veía la entrevista a una chica que era productora de un programa de televisión muy exitoso en Venezuela y que hoy vende cosas en la calle. No porque ahora alguien esté vendiendo cosas en la calle es inferior a nosotros.
El historiador búlgaro Tzvetan Todorov decía que para reconocer al otro había que primero valorarlo, luego aceptarlo y luego admitirlo, ¿algo de eso está haciendo la sociedad ecuatoriana?
Creo que recién gran parte de la sociedad se está dando cuenta de lo que está pasando, aunque la llegada de los venezolanos no empezó este año. Las primeras migraciones no fueron de personas que llegaron caminando con una maleta por la carretera sino en avión.
¿En algún momento de su vida ha sentido miedo por la presencia de otros?
La verdad, no. En otras épocas uno echaba dedo y se montaba en cualquier parte y ni el que lo recogía a uno, ni uno que se montaba, tenía miedo.
Si tendría que sentarse en una mesa con una persona xenófoba, ¿que le diría?
No me sentaría.
¿Y si fuera inevitable hacerlo?
Las discusiones con personas de ese estilo son complicadas porque no llevan a nada. En general, son personas que no escuchan. Decirle cualquier cosa sería inútil. No trataría de convencerlo de que cambie su forma de pensar.
¿A qué otros nunca se ha dado la oportunidad de reconocer?
Me considero una persona de mente muy abierta. Al haber sido migrante, en varias ocasiones, tuve la oportunidad de acercarme a una diversidad de personas y de mundos. Me llama la atención que mucha gente mire el hecho de la migración como algo terrible. En mi caso ha sido maravilloso, porque me he enriquecido como ser humano.
¿La literatura puede servir como una herramienta para comenzar ese ejercicio de reconocer al otro?
La literatura abre espacios en la mente respecto a los demás, pero aceptar y reconocer al otro es más cuestión de una práctica cotidiana. He pensado por qué no saludamos a la señora que uno ve todos los días y que está sentada en la calle vendiendo fruta. Por qué no le dice buenos días y por qué no reconoce que existe y solo pasa. Uno puede pararse y preguntarle cómo le ha ido, seguramente no le va a comprar o dar plata, simplemente la va a reconocer, y eso es valioso.