Joseph Blatter, el expresidente de la FIFA, junto a Charles ‘Chuck’ Blazer. Este exdirigente de la Concacaf no declaró impuestos y dio pistas al FBI.
Al Capone, el gánster más peligroso y temido en Estados Unidos, tuvo vía libre para delinquir a inicios del siglo pasado. Su prontuario era extenso: crímenes, tráfico de alcohol, apuestas y prostitución. Por esos delitos, ‘Scarface’ estuvo en la cima de la lista de los más buscados del FBI. Las autoridades recién pudieron ponerle tras las rejas en 1931 por un caso inverosímil y, si se quiere, menor: había evadido impuestos.
Algo similar sucedió con los grandes ‘papás’ de la FIFA. Históricamente intocables, los directivos del fútbol, en alianza con empresarios de televisión y mercadotecnia, tejieron por años una red enorme de corrupción y sobornos.
Los ‘dueños de la pelota se enriquecieron a costa del amor del aficionado por el deporte. Ellos recibían enormes tajadas a cambio de adjudicar los derechos de TV de los torneos internacionales a las grandes empresas que los coimaban.
Crearon compañías ficticias para recibir recursos, se compraron lujosas casas, autos del año y bebieron champán con el dinero sucio de los sobornos.
Pero la develación de las fechorías comenzó en el 2011 con un error grave igual que el de Al Capone: el dirigente estadounidense Charles ‘Chuck’ Blazer (+) dejó de pagar sus impuestos y se convirtió en un blanco fácil para las autoridades. Aquello fue el efecto mariposa, el detonador de una poderosa bomba: su ‘descuido’ con los tributos abrió una ventana por la cual el FBI y el Servicio de Recaudación de Impuestos entraron para dejar -cuatro años después- en jaque a la trasnacional del balón.
El periodista estadounidense Ken Bensinger se ocupó del escandaloso caso en su libro ‘Tarjeta Roja’, publicado este año en varios idiomas.
Bensinger tuvo acceso a fuentes directas del proceso. Muchas de ellas hablaron con la condición de permanecer en el anonimato, pues el juicio, conocido mediáticamente como Fifagate, aún se tramitaba en las cortes de Brooklyn, en el momento de la impresión de ‘Tarjeta Roja’.
El periodista ganó notoriedad entre los medios latinoamericanos y usuarios de twitter durante el año pasado, cuando reportaba en la red social las incidencias del juicio del Fifagate en Brooklyn.
En noviembre, por ejemplo, el cronista informó cómo Alejandro Burzaco, expresidente de la firma televisiva Torneos y Competencias, les contó a los jueces del caso que había entregado coimas de USD 600 000 anuales para Luis Chiriboga, expresidente de la Ecuafútbol, quien actualmente cumple una sentencia por lavado de activos en el país.
En el libro de Bensinger, Chiriboga no es un actor principal, aunque sí aparece en el capítulo en el cual exmagnate de la televisión, José Hawilla (+), describe a las autoridades cómo perdió el control de la Copa América, en manos de Hugo y Mariano Jinkis, de la empresa Full Play. Bensinger escribe: “El jefe de la Federación de fútbol ecuatoriano le dijo a Hawilla que estaba perdiendo la Copa América porque había sobornado solo a los tres funcionarios principales de la Conmebol y no a cada uno de los presidentes de cada una de las federaciones sudamericanas”.
‘Chuck’ Blazer y el inicio del fin del imperio
‘Tarjeta Roja’ es el proceso de cuatro años de investigación de un caso que estremeció al mundo del fútbol. También puede leerse como una novela policíaca, cuyos principales protagonistas son los agentes del FBI y del Sistema de Recaudación de Impuestos.
En un país como Estados Unidos, donde el fútbol no despierta la devoción que en otras latitudes, el agente especial de Impuestos Steve Berryman era una ‘rara avis’: le gustaba el fútbol, lo practicó en su juventud y todos los fines de semana esperaba con ansias el juego del Liverpool de Inglaterra, el equipo de sus amores.
Berryman -cuenta el autor del libro- recibió una alarma de Google en el 2011. Era una noticia de Reuters en la que se informaba de presuntos actos de corrupción de un tal Chuck Blazer, secretario de la Concacaf, el ente que aglutina a las federaciones de fútbol de Norteamérica y el Caribe.
El artículo tomaba como referencia un reportaje del periodista escocés Andrew Jennings, un feroz sabueso, que durante años evidenció en reportajes escritos y televisivos la corrupción de la FIFA, sin lograr mayores resultados. En la nota se denunciaba la existencia de cuentas bancarias de Blazer en paraísos fiscales.
Berryman olfateó un posible caso de corrupción y comenzó a investigar a ‘Chuck’ Blazer, un dirigente obeso y con una barba al estilo de Papá Noel: comprobó que hace 15 años no tributaba. También, en el cruce de información con el FBI, descubrió que ese organismo ya lo tenía en su mira.
Allí entran en acción otros ‘héroes anónimos’ como Mike Gaeta supervisor agente especial ; Jared Randall, agente especial, y John Penza, supervisor agente especial, quienes junto al fiscal Evan Norris construyeron el caso antes de que la exfiscal general estadounidense Loretta Lynch apareciera ante las cámaras hablando de los éxitos de la investigación.
Blazer fue la punta del ovillo: persuadido a cooperar y a usar micrófonos como única alternativa para escapar a la cárcel, el dirigente comenzó a delatar a sus cómplices. Después de Blazer, otros actores importantes como los citados Hawilla y Burzaco o el directivo Enrique Sanz se sumaron al caso -micrófonos adheridos al cuerpo- para aportar datos y evidencia documental hasta llegar a mayo del 2015, una fecha clave cuando siete importantes dirigentes de FIFA fueron detenidos en Zúrich.
El Fifagate dejó en evidencia el maridaje entre empresarios de televisión y los poderosos dirigentes. Directivos como Nicolás Leoz, Jack Warner o Jeffrey Webb no se sentaban a negociar sus contratos sin antes asegurarse de que su soborno estuviese listo. En el texto se menciona que Webb, titular de la Concacaf, que prometió luchar contra la corrupción, pidió 10 millones de dólares para dar su voto en la adjudicación de los derechos de la Copa América Centenario.
Estados Unidos le puso el lazo a los dirigentes por cometer delitos en su territorio y por transacciones realizadas en bancos de dicho país. El autor sostiene que el caso no fue una represalia contra la FIFA por no haberles adjudicado el Mundial del 2022, que fue a parar a las manos de la poderosa nación petrolera de Qatar.