Desperdicio, un aliado del hambre

Casi 800 millones de personas no tienen qué comer, mientras cada año se bota un tercio de toda la comida que se produce. Falta concienciación.

Casi 800 millones de personas no tienen qué comer, mientras cada año se bota un tercio de toda la comida que se produce. Falta concienciación.

Casi 800 millones de personas no tienen qué comer, mientras cada año se bota un tercio de toda la comida que se produce. Falta concienciación.

Un escolar se niega a comer un alimento que no le gusta. A su lado, la mamá, la tía o la abuelita llegan al límite de su paciencia y le dicen “Hay muchos niños que no tienen nada para llevarse a la boca, y tú desperdicias la comida”. Es posible que esta escena se haya repetido durante generaciones, en miles de hogares, pero parece que recién casi al terminar la segunda década del siglo XXI, el mundo entero recibe ese mismo llamado de atención: millones perecen mientras otros malbaratan la comida.

La Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO, por sus siglas en inglés), denuncia que en el planeta se botan

1 300 millones de toneladas de alimentos cada año. Es decir, 1,63 toneladas por cada una de las 795 millones de personas que pasa hambre en los cinco continentes.

El científico y analista político Vaclav Smith reflexionaba el año pasado, en una columna para el diario británico Financial Times, que pese a que para nada es una problemática nueva, la atención que se le ha brindado sí que lo es. Recuerda que lo que más lo impresionó durante un trabajo realizado para la FAO en Roma, en 1999, fueron las “miles de personas preocupadas en cómo aumentar la producción de comida, mientras el estudio del desperdicio de alimentos estaba delegado a un solo hombre aislado en una oficina”.

Pero ahora vivimos en un contexto de cambio climático y el cada vez más rápido agotamiento de recursos no renovables, por lo que la urgencia por tomar cartas en el asunto trasciende las mesas de estudio de los organismos multilaterales y se vuelve un asunto pendiente para gobiernos, grandes corporaciones y ciudadanía.

El año pasado, Francia logró ir más allá de las prácticas de reciclaje de alimentos, que se clasificaban para destinarlos a la producción de abonos y biocombustibles. Todo fue gracias a Arash Derambarsh, un concejal del municipio de Coubervoie, que presentó un proyecto de ley al Parlamento galo ante el “escandaloso y absurdo” desperdicio de comida en los grandes supermercados. El resultado fue una normativa que obliga a estos centros de expendio a donar los productos alimenticios que no vendan, a organizaciones benéficas que ahora se encargan de distribuirlos entre los más necesitados.

Esta iniciativa lleva también a reflexionar sobre la dinámica del mercado de alimentos, donde los consumidores evitan comprar productos cuya fecha de caducidad está próxima -aunque tomar un yogur que venció uno o dos días atrás pueda no hacer daño a nadie-, y por eso mantenerlos en las estanterías no es rentable.

Y a falta de reglas para dar un buen uso a eso que sirve, pero no a los ojos del comprador que prefiere lo más nuevo o reciente, se producen escenas dramáticas como las de los años luego de la crisis del 2008 en España. Los reportes de prensa mostraban a cientos de personas desempleadas que se acercaban a recoger fruta, verdura y otros alimentos de los inmensos contenedores de basura de los supermercados, con el consiguiente riesgo de contaminación cruzada -porque todo se tira sin clasificar- qué amenaza más a la salud que un queso caducado hace tres días.

Pero el desperdicio no solamente es un pecado de los países más ricos. La FAO ha establecido que su gran tarea pendiente es la concienciación y leyes que disminuyan paulatinamente el desperdicio en todo el mundo.

En las naciones en vías de desarrollo también se bota mucha comida, aunque tengan un mayor número de personas que no pueden cubrir sus necesidades calóricas diarias (solo en América Latina fueron 42,5 millones en el 2016). Ahí lo que más hace falta es intervenir en la cadena de producción e invertir en educación e infraestructura, porque los métodos rudimentarios en cultivos, las plagas y la falta de técnica en el transporte hacen que gran número de productos se pierdan mucho antes de llegar a un mercado.

La meta de Hambre Cero para el 2030 es parte de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) de la ONU. Pero enfrenta un gran escollo en toda la comida que se deja de producir en las zonas de guerra y conflicto -con la consecuente crisis alimentaria de los desplazados- frente a todo lo que se bota en países como EE.UU., donde la disponibilidad diaria para cada persona alcanza las 3 500 calorías, mientras el promedio de consumo no supera las 2 100 calorías.

Eso, sin contar con el sobrepeso y la obesidad, problemas subyacentes de una época donde parecería que hay comida para derrochar. En Sudamérica, un tercio de los adolescentes y dos tercios de adultos los padecen.

Durante las dos guerras mundiales en el siglo XX, el racionamiento se convirtió en la forma de vida de naciones tan poderosas como el Reino Unido, donde el desperdicio era mal visto e incluso fuertemente castigado. Hoy es la rutina más normal comprar, consumir, botar las sobras, volver a comprar, desperdiciar y botar, y así...

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