Hay en la historia de ‘Drácula’, de cuyo autor (Bram Stoker) hoy se recuerda un siglo de su muerte, aspectos que vale tomar en cuenta además del goce estético de su lectura. Está por ejemplo, esa contraposición entre el conde y su cazador Van Helsing, como un enfrentamiento entre tradición y modernidad; o la lectura que se aproxima desde perspectivas religiosas e históricas.
Pero hay una característica que se ha convertido en motivo y se ha repetido en todas las versiones del personaje, desde la adaptación fílmica, de Murnau ( ‘Nosferatu’), hasta la saga adolescente de ‘Crepúsculo’, pasando por las ‘Crónicas vampíricas’ y el Lestat, de Anne Rice… Se trata del carácter seductor del vampiro.
Esta es una seducción que deviene de sus ansias de poder; pero que se plasma con lo nocturno, lo salvaje y lo bello como la esencia de la sensualidad.
Además de lo enigmático, oscuro y poderoso del personaje de Drácula, la seducción en él parte de su aristocracia, elegancia y fina cultura. Sin embargo, sus impulsos y la imposibilidad de refrenarlos responden a su esencia bestial, alejada de falsos modales.
La animalidad de Drácula se muestra en sus transformaciones en lobo o bestia alada, además de en el encanto que inflige sobre ratas, moscas, arañas, murciélagos, entre otros bichos. Pero esa animalidad también empata con su carácter seductor. Dice el francés Jean Baudrillard, en ‘De la seducción’, que en los animales es donde la seducción adquiere su forma más pura, pues está grabada en el instinto e inmediatizada en sus reflejos y adornos naturales.
Cabe recordar un pasaje de la novela, intensamente captado en el filme de Ford Coppola: el acercamiento erótico del conde, bajo la forma de lobo, hacia la joven Lucy, en quien el influjo de Drácula es fatalmente irresistible.
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Si bien, la sed de sangre del vampiro responde a su supervivencia, también lo hace a los juegos de seducción, a la imperiosa necesidad de vivirlos. Pues como se puede extraer del ‘Diario de un seductor’, del danés Soren Kierkegaard, la posesión del otro pondría fin a la seducción; así, una vez que el objetivo ha sido conseguido, las emociones vertidas en la búsqueda deben repetirse en la seducción de otro y de otro; ya sea que el conde lo haga en su forma humana, animal o de niebla.
Pero la seducción no esta reservada solo para el conde Drácula, sino para las vampiresas. Así, lo relata el joven abogado Jonathan Harker, en el tercer capítulo de la novela, cuando cautivo en el castillo de Transilvania, cae en el juego de tres hembras vampiro: “Había algo en ellas que me hacía sentir inseguro, algo que me excitaba y que a su vez me daba un miedo terrible. Sentí en mi corazón un insoportable deseo de que me besaran con aquellos labios rojos”.
Como evidencia de esa sensualidad en las acciones del vampiro, la mordida se da, principalmente, en el cuello, una zona erógena. Y si el momento surge delicado, la pasión y el erotismo elevan la agresividad; el atacante, ávido de satisfacción, toma posesión de una víctima rendida ante sus encantos, fuera de sí.
Para que el padecimiento de la persona inmolada no resulte un suplicio, el vampiro usa sus poderes mentales, controla los pensamientos, la sumerge en un letargo, donde las sensaciones derrumban a las razones y la pureza cede ante el intruso. Entonces, el peligro resulta excitante y lo doloroso, placentero.