Ayer fui a la licorería y no estaba Juan, el pana que me vendía antes el trago. Dijeron que ya no trabajaba ahí. Mala suerte. Con Juan solía tener un pacto: él me daba el trago más barato y yo lo dejaba colarse en la sala de cine donde trabajaba. Pero eso fue como hace siete años, cuando Amalia me dejó y quedé desempleado. Las desgracias siempre llegan juntas. Dónde se habrá metido ese cretino. No quiero pagar tanto por una botella de whisky. No sabía que había subido el precio de esta forma tan obscena. Pero es víspera de Nochebuena y tengo que beber whisky. Solo los perdedores beben champán o vino. Esos no son hombres. Hombre que se precie de tal celebra con whisky. Aunque, para ser sincero, nunca he entendido de qué se trata esta celebración. Toda la gente comprando cosas que no necesitan, corriendo de acá para allá como pavos neuróticos. Niños pidiendo caridad en las calles, y unos cuantos canallas que se vuelven buenos estos días y les arrojan unas monedas. De noche irán a misa y luego se atragantarán con una cena digna de un rey.
Yo lo único que necesito es una botella para pasar tranquilo toda esta desgracia navideña. Esta época me deprime. Ahí están mis amigos Jack, Johnny, el viejo Parr. No los he olvidado, quisiera llevarme a alguno a casa, pero no tengo el dinero suficiente. Seguramente, mañana volveré derrotado, sabiendo que debo comprar una de esas botellas al precio que sea, aunque me quede sin dinero para comer un mes. Dirán ustedes que soy una escoria. A veces, hasta mi madre lo ha dicho. Pero qué más se puede ser en este mundo tan ruin, tan inhumano. El hombre es una farsa, y muchas mujeres también lo son. No me importa lo que piensen. Yo voy por la calle tan sonriente caminando de medio lado como caminan los tipos que no saben caminar de otra manera. Regreso a mi casa. Acabo de cumplir los 50; vivo solo desde los 43. Antes vivía con ella, mi Amalia, mi gordita preciosa. Cuando ella estaba yo dudaba si la amaba o no, pero desde que se fue ya no dudo. La amo. Y la extraño como se extraña ver el mar. Ella sí creía en la Navidad. Colocaba un árbol patuleco en la sala, al que le ponía luces y guirnaldas. Quedaba más feo todavía.
Cómo extraño ver aquel árbol ridículo en la sala. Ahora hay una ruma de periódicos viejos. La noche del 24, Amalia preparaba la cena con un pollo asado que rellenaba con carne, mollejas, jamón, pasas y almendras. Yo le quitaba las pasas y me comía el resto. Era delicioso, pero jamás se lo decía. Simplemente, me comía todo en silencio. Nunca le di un regalo por Navidad, tampoco por su cumpleaños. En cambio, ella siempre me compraba algo, cualquier cosita. Una vez me dio un perfume de marca. Esto apesta, le grité. Ahora entiendo por qué me dejó. No la culpo. Fui un malagradecido. Yo, que no creo en la Navidad, ahora reparo en que será mi Navidad número ocho sin Amalia. Ella siempre decía que yo bebía demasiado. Me pedía, me rogaba que lo dejara. Decía que el alcohol me mataría. Y puede que sea verdad, porque yo bebía todos los días. A veces, ella me escondía las botellas, y yo me enfurecía. Nunca le pegué, pero sí la maltrataba. Le daba una vida miserable. Desde que ella se fue yo dejé de beber. Cambié mis hábitos sin proponérmelo. Lo hice porque pensé que ella volvería algún día, sin avisar, y no quería que me encontrara borracho. Pensaba que iba a aparecerse por la mañana como un pájaro, o por noche como un ladrón. Y yo no bebía nada de nada. Me volví abstemio. Tenía miedo de volver a perderla.
Tenía terror y ese terror me ayudaba a vivir.
Pero hoy me levanté con un deseo incontenible de beber, de recordar aquellas nochebuenas que ella me regaló. Llego a la casa. Como un desquiciado, voy a la bodega y saco el inútil árbol. Boto los periódicos, lo pongo con sus luces y guirnaldas en medio de la sala. Barro y trapeo la casa. Pienso: ojalá ella apareciera por la puerta. Amalia, Amalia… regresa por favor, regresa te lo ruego, digo al viento. Lo deseo con todas mis fuerzas. Me concentro. Me arrodillo. Junto las manos, le pido al Barbón que me ayude, que haga que mi mujer regrese. Barbón, ¡ayúdame! ¡ayúdame! digo llorando como un niño. Si haces que ella vuelva, te prometo que creeré en la Navidad, creeré en lo que quieras que crea. Me vuelvo loco. Ella no aparece. Al día siguiente me siento un imbécil. Cojo todo el dinero que tengo, incluido el de la renta, voy a la licorería, me compro dos botellas de Jack Daniel’s. Regreso a la casa, le doy dos patadas al árbol, que se ladea, y empiezo a beber como un maniático. Me encolerizo. Ojalá esa maldita no aparezca.
* Marcela Noriega (Guayaquil, 1978).
Escritora, literata y periodista
Estudió Periodismo y trabajó en varios periódicos de Ecuador y Argentina como reportera y editora. Cronista y columnista de las revistas SOHO y Mundo Diners. Escribe poesía desde los 13 años. En 1999 ganó el segundo lugar de la Bienal de Poesía Ecuatoriana, Ciudad de Cuenca, y en el 2009, el primer puesto. Su poemario ‘No hay que dar voces’ fue publicado en el 2010. También escribe narrativa. Fue a España a escribir su primera novela, ‘El Círculo de Tiza’, que será publicada en el 2012. Prepara un libro de relatos eróticos. Más textos suyos en:
marcelanoriega.wordpress.com.