De pronto asoma Pedro Gil, el poeta que le era esquivo a las ferias literarias y a las entrevistas, el que ha dormido en la calle rodeado de trabajadoras sexuales y travestis, el que ha recibido 17 puñaladas en el cuerpo y dice que “eso es nada”, el que ha sido sepulturero, limpiador de pozos sépticos y consumidor de drogas.
Aparece Gil, el mantense de 42 años etiquetado (en este país, acusado) como “poeta maldito”, el autor de seis poemarios y traducido al inglés, italiano y francés.
Desde inicios del 2011 hasta marzo de este año estuvo interno en el Hospital Psiquiátrico Sagrados Corazones de Quito, por alcoholismo y drogadicción. Hoy tiene un tratamiento ambulatorio: asiste al hospital solamente a las consultas y toma 21 pastillas diarias entre antipsicóticos, antidepresivos y ansiolíticos. Algunas de ellas son para la noche y lo tumban. Vive en un departamento de la capital junto a una mujer.
Ya no lleva el cabello largo, la barba de náufrago ni la burbujeante cerveza en mano con la que se lo veía, cuando permitía que lo vieran. Ahora lleva el cabello gris y al ras, el rostro rasurado. Ya no consume drogas. La recuperación aún continúa.
Sostiene con su brazo izquierdo una muleta, cojea para caminar. “Es que metí la pata, como siempre”. Traducción: semanas atrás, tomó varias cervezas y se fue de cabeza. Pero esos desmanes ya no suceden con la frecuencia de antes. Gil ya tocó fondo. Dice que quiere cambiar su imagen.
¿Qué opina sobre los intelectuales ecuatorianos?
Que no tienen intelecto. Son personas que buscan el respaldo de la academia, los premios. Este es el país de los elogios mutuos.
¿Se refiere a la forma en que se practica la crítica literaria en Ecuador?
Sí. Los críticos son amigos de los escritores y se lanzan flores entre ellos. Además, en Ecuador se publica una cantidad de antologías que da miedo.
¿De qué manera afecta eso?
Los antologadores a veces son jovencitos que recién están subiendo la montaña y ya creen tener la potestad para escoger a los mejores poetas del país.
¿Se considera humilde?
Si me considerara humilde, no lo sería. Vivo sin vanidad.
En su poema Los escribidores, usted se considera “indestructiblemente grande”. ¿No es ese un indicio de que su ego está inflado?
No. Una cosa es el ego y otra la convicción. Soy un boxeador que sale seguro al ‘ring’. Así practico mi poesía, sabiendo quién soy.
¿Qué es la literatura?
Una mujer que me ha dado de todo y me ha sacado de crisis.
Usted tocó fondo…
La gente conoce que estuve en cosas fuertes. Yo he derramado sangre. Mis libros han sido escritos con sangre.
¿Ha derramado sangre?
A mí me han dado y también he dado. Llegué a la mendicidad, a la delincuencia. Pero me di cuenta que morir así no tiene sentido. Tampoco soy de acero. Estoy saliendo de todo eso.
¿Cómo así se animó a ir a la Feria del Libro de Guayaquil y a aceptar la invitación a la Feria del Libro de Santiago? Antes no lo hacía…
Sí, quizás por una cuestión de irreverencia no aceptaba. Prefería quedarme en una taberna a seguir bebiendo. Pero quiero cambiar mi imagen.
Usted ha dicho que su poesía es negada por el gusto oficial. Sin embargo, ahora lo invitan a la Feria del Libro de Santiago de Chile, para representar a Ecuador.
Lo hacen por compromiso, porque me nombran mucho en otros países. Yo sé que no les gusta mi poesía. Me interesa ir a estos encuentros, en los que seguro me encontraré con gente adefesiosa.
Cuando le mencionan nombres, ¿qué significan para usted? Por ejemplo: Medardo Ángel Silva.
Bien lo definió (el crítico literario Fernando) Balseca: todo lo que veía lo hacía poesía.
Fernando Artieda.
Contribuyó mucho a la poesía ecuatoriana, trayendo el lenguaje del pueblo a la lírica.
Hugo Mayo.
Junto a (César) Dávila Andrade, el mejor poeta que ha tenido el país en todos los tiempos.
Los críticos literarios.
Son escritores frustrados. Eso de comentarle la obra a otro es absurdo.
La Real Academia Española de la Lengua.
Comparto la idea de Nicanor Parra: la academia debilita. Tengo muchos amigos que por hacerse académicos dejaron de escribir bien. Yo creo más en la calle.
El alcohol.
Un manjar venenoso.
Sus padres.
Gente analfabeta que me enseñó que la lectura era lo que me iba a salvar de la miseria en que nuestra familia vivía.
Usted creció frente a un cementerio. De hecho, fue sepulturero. ¿De qué manera eso lo influyó como escritor?
Me hizo asumir la violencia y la muerte como un estado de vida.
Su poesía es virulenta y atravesada por una constante burla a la normalidad. ¿Sigue pensando que “el equilibrio es una forma de parálisis”, como ha escrito.
Antes, el equilibrio, la vida sobria se me hacía aburrida. Necesitaba escribir desde el peligro.
¿Y ahora?
Estoy sereno, por los medicamentos. Prefiero escribir desde el pasado. Conozco absolutamente todo. Lo peor ya lo he vivido.