A todos nos ha pasado que, por alguna casualidad, conocemos a alguien que lleva nuestro nombre. O, al buscar en Facebook a una persona en especial, aparece una larga lista de homónimos. Somos tantos habitantes en este mundo globalizado, que es una pretensión tener un nombre en exclusiva.
El cineasta ecuatoriano Darío Aguirre no se quedó con la anécdota de descubrir a sus tocayos de América Latina, sino que se contactó con cinco de ellos para visitarlos, compartir sus experiencias y filmar un documental que, a la larga, se convirtió en una cálida metáfora de la identidad.
Ayer justamente se reestrenó ‘Five Ways to Darío (Cinco caminos hacia Darío)’, película que, tras ser exhibida en el Festival Encuentros de Otro Cine, se incorporó a la programación regular de las salas de Ocho y Medio.
Aguirre, un guayaquileño que lleva una década viviendo en Alemania, muestra con sencillez y humor sus encuentros con sus hermanos de nombre. Son un psicólogo de México, un jubilado que se desempeña como taxista en Ezeiza, un sargento del Ejército argentino en la Patagonia, un guardia con aires de pintor en Arroyito y un desempleado que mata el tiempo jugando fútbol de salón en Tierra de Fuego.
El director, quien confiesa su gusto por el tema del extranjero que busca sentirse parte de un lugar, logra que estos Diegos Aguirres abran las puertas de sus hogares, las de sus trabajos y, por supuesto, las de sus corazones.
Los detalles de este diario de viaje, una cámara muy curiosa (casi de reportaje), las reflexiones personales del protagonista y un guión que prioriza la fluidez ayudan a que ‘Five Ways to Darío’ se disfrute sin sobresaltos.
Quizás la obra no llegue a ser lo suficientemente profunda para que algunos espectadores se sientan conmovidos por el conflicto del Darío ecuatoriano, quien a la larga exhibe menos problemas que sus pares. Después de todo, viene de Alemania. Incluso se da el gusto de hacer algunos regalos.
Pero el alto grado de fructosa del cierre es diferente a lo habitual en los documentales, casi siempre agrios y pesimistas. Es saludable que, entre tanta lágrima, un final feliz nos devuelva la sonrisa.
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