Noche de martes 13, pero la mala suerte de los supersticiosos se quedó fuera del Teatro Sucre. El espacio lucía casa llena y la producción nuevamente le atinó en el blanco de un público ávido de sonoridades alternativas. Esta vez fue con John Zorn y su Masada Quartet.
Y sucedió que el Rumiñahui se llenó para Luis Miguel y el Sucre se llenó para John Zorn; lo cual -como apuntó Diego Oquendo Sánchez en la presentación- hace de Quito una ciudad más cosmopolita que puede dividir sus públicos, con excelentes resultados, según gustos musicales. Pero llenar el Sucre, ante el genio y los sonidos de John Zorn, fue sin lugar a dudas un síntoma de la buena salud de la música.
Sobre el escenario John Zorn explorando, jugando, rompiendo cualquier límite sonoro con las posibilidades que le extraía a su saxo. Entonces, la base melódica recibía un guillotinazo y los sonidos armaban una fiesta de disonancias, estridencias, soplidos, chasquidos, arrebatos de percusión, delirios del bajo, frenesí de trompeta… Para luego retomar aires de desiertos y permitir que cada espectador se arme su propia película mental.
Zorn, que puede ser tan ‘punk’, como tan ‘nerd’, porque así lo determina su autenticidad, se comunicaba con sus músicos. Un guiño o una leve inclinación eran gesto suficiente para que los otros también caminaran sobre las aguas y participaran de ese milagro musical.
Escuchar los temas de este genio posmoderno, que hace del free jazz, algo mucho más ‘free’, y que vuela por un universo referencial amplísimo, fue pasar del espasmo a la euforia y vuelta atrás, con giros de por medio y algún salto en el trayecto. Las piernas no dejaron de sacudirse, las cabezas de menearse: el cuerpo era un helicóptero listo para despegar de la butaca, impulsado por un alarido de admiración.
Si aún no existe, ya deberían inventarle una religión para este pequeño dios de anteojos y facha despreocupada: el ‘zornismo’. Acá, cada martes 13 sería fiesta de guardar. Amén.