Un compañero me contaba el martes pasado, emocionado, que había descubierto -de casualidad- un bello edificio ubicado en la av. 10 de Agosto, frente a la Cancillería.
Es una construcción de corte modernista, con estructuras de hormigón armado, grandes ventanales y un amplio vestíbulo de entrada. El colega se preguntaba si una edificación de estas características puede ser considerado como patrimonial.
En mi opinión, puede y debe ser catalogado si cumple con los parámetros que exigen la Unión Mundial para la Conservación y el Consejo Internacional de Monumentos y Sitios (Icomos, por sus siglas en inglés).
Estos requerimientos evalúan la trascendencia histórica, arquitectónica y urbana del edificio en mención; su aporte como ejemplo de una tradición o un asentamiento humano; si es testimonio genuino de una etapa del desarrollo urbano de una ciudad…
Obviamente, muchas edificaciones que no están ubicadas dentro de las 356 manzanas que conforman el Centro Histórico capitalino cumplen con esos requisitos.
Es más, un buen número de los 5 000 predios inventariados como patrimoniales en la capital está enlistado en esa categoría. Y se localizan en sitios tan distantes como Cotocollao, La Magdalena, Chillogallo o parroquias rurales como Alangasí o Atahualpa.
A mediados del siglo pasado, la arquitectura local quedó atrapada por el peso de la tradición y la nostalgia; en un monólogo donde patios, muros y materiales respondían a una imagen ya caduca.
Entonces irrumpió el modernismo y dio paso a ingenios tan bellos como el Palacio Legislativo, el ex-Banco Central, la exresidencia universitaria de la U. Central que, creo, deben estar considerados como patrimoniales.