En Brasil, grandes extensiones de tierra se usan para producir soya. Este país puso límites a su propiedad por extranjeros. Foto: Fotomontaje Diseño Editorial/EL COMERCIO
Hay bienes que no se pueden comprar, al menos en la cantidad que uno quisiera. Y no es cuestión de dinero. La tierra es el ícono de estos bienes místicos, protegidos, abundantes y escasos a la vez, pues la población sigue creciendo y el planeta es limitado.
La tierra es la única fuente para alimentar a una población creciente y, por ende, es la responsable de garantizar la vida misma de la humanidad. Tal vez por eso no debe estar en manos de cualquiera, tampoco puede ser explotada en exceso, aunque la contaminación muestre que la calidad de los controles es deficiente.
En los últimos años la tierra tampoco puede estar en manos de extranjeros que quieran adquirir grandes extensiones para cultivos o cría de ganado.
Para ellos ha venido proliferando una serie de restricciones legales, pese a los beneficios que pudieran generar grandes inyecciones de capital en tierras improductivas para alimentar a una mayor población mundial.
Las restricciones no tienen una bandera ideológica, pues incluso los países más abiertos al capital extranjero tienen ahora reparos a la incursión de empresas extranjeras, principalmente chinas, que buscan adquirir grandes extensiones de terrenos de cultivo. Creen que se trataría de una especie de nuevo colonialismo o una pérdida de la denominada soberanía alimentaria.
Australia, un país capitalista y abierto al mundo, frenó hace dos semanas una operación por 325 millones de euros que implicaba la venta de una gran extensión de tierras -equivalente a un 1% de su vasto territorio- a un consorcio liderado por la compañía china Shanghai Pengxin Group. El año pasado Nueva Zelanda ya rechazó una oferta similar de la misma compañía, según una nota del diario El País.
Y no era para menos. Desde el año 2000 han pasado a manos extranjeras 40 millones de hectáreas, un tamaño superior al de Alemania. Y se han cerrado 1 100 compraventas, según Land Matrix, una organización internacional que rastrea este tipo de operaciones.
En nombre de la soberanía, sea alimentaria o no, Brasil, Argentina, Uruguay, Bolivia, Colombia, Ecuador, Argelia, entre otros, han incorporado en los últimos años prohibiciones o límites para la compra de tierras por parte de extranjeros, lo cual marca un nuevo orden mundial, donde el capital extranjero es visto como una amenaza en algunos países.
En este nuevo conflicto, la propiedad de la tierra vuelve a ser la protagonista, como lo ha sido históricamente. La disputa entre latifundios y minifundios marcó no solo la revolución francesa, sino también Guerra Civil en España o la reforma agraria en Ecuador.
Ahora que la historia parece repetirse, la palabra soberanía se vuelve a escuchar con fuerza para justificar las restricciones a la propiedad de la tierra por parte de extranjeros, lo cual hace recordar la década de los 70, cuando los movimientos de izquierda la utilizaron como bandera de lucha para evitar el ingreso de capitales privados a sectores ‘estratégicos’ como el petrolero o de telecomunicaciones.
El tema parecía resuelto, pues en la actualidad, buena parte de los denominados sectores estratégicos ya se encuentran en manos privadas, nacionales o extranjeras. Los países no tienen mayor problema en permitir que transnacionales operen en las áreas petrolera o de telecomunicaciones, obviamente bajo una fuerte supervisión estatal, que ahora parece insuficiente.
Para romper esas barreras del pasado han jugado un papel importante los tratados de libre comercio y los acuerdos de integración regional.
En la Unión Europea, por ejemplo, ahora ya no genera ningún temor que una empresa francesa opere una mina en Alemania o viceversa, algo que era impensable antes de 1957, cuando se firmó el Tratado de Roma, que dio paso a este bloque europeo.
Asimismo, la fuerza que tomaron los acuerdos comerciales ayudó a eliminar la mayor cantidad de barreras al comercio, permitiendo que los inversionistas extranjeros puedan canalizar sus recursos en diferentes sectores estratégicos y acceder a las preferencias que tienen los nacionales.
Ahora, las restricciones a la inversión extranjera en tierras parecen ir en contra de la doctrina del libre comercio, tal como la han promovido los gobiernos occidentales y las instituciones financieras internacionales a lo largo de las últimas décadas, señala Grain, una ONG internacional que apoya a pequeños campesinos.
Después de todo, la mayoría de los tratados bilaterales de inversión y los capítulos sobre inversión de los llamados acuerdos de libre comercio se basan en la noción de brindarle a todo mundo “un trato de nacionales”, es decir, en la idea de que los inversionistas extranjeros deben ser tratados de igual manera que los nacionales, sin discriminación.
Las restricciones que han venido apareciendo a partir del 2000, y con mayor fuerza desde del ‘boom’ de las materias primas en el 2008, parecen no tener en cuenta ese principio.
Y esto es algo que irrita a los más liberales, para quienes la soberanía, al igual que el nacionalismo, no son más que un pretexto para favorecer intereses de particulares, así sea en países capitalistas.
Su argumento: la soberanía no radica en quién es el propietario de la tierra, sino en la calidad de la regulación de un país para hacer valer sus reglas sobre un territorio. Bajo ese principio, ya no es importante quién es dueño de la tierra, pues el Estado está en la capacidad de regular a nacionales o extranjeros.
Pero además, para garantizar el buen uso de la tierra, que debiera ser el objetivo para asegurar alimentos en el futuro, lo que se necesita es regular su uso, no su propiedad. Para eso no se necesita ser liberal.
Las restricciones a la propiedad de la tierra no evitan que los nacionales manejen mal los suelos, abusen de pesticidas, o promuevan el sobre pastoreo, la tala de bosques y el agotamiento de los acuíferos.
Cuando Argentina aprobó en el 2012 una ley que restringía la propiedad de la tierra a los extranjeros, el diario La Nación escribió: en un planeta sujeto a profundos cambios climáticos, preocuparse por la propiedad de la tierra en manos de extranjeros es desconocer cuáles serán la necesidades de la humanidad: evitar la pérdida de tierras de cultivo, evitar la perdida de la biodiversidad.