El involucramiento de más mujeres en la ciencia busca la expansión y mejor calidad del conocimiento. Ya existe el Movimiento Innovaciones con enfoque de Género; y funciona. Ilustración: EL COMERCIO
No es tanto un problema de porcentajes (o sea de representatividad), aunque también lo es. Es, sobre todo, un problema de enfoque, de lógica; de justicia, además. Y es un problema porque la participación aún minoritaria de mujeres en la ciencia tiene bastante que ver con el retraso -o, de plano, la inexistencia- de investigaciones cruciales para mejorar las condiciones de vida del odiosa e incomprensiblemente hasta ahora llamado ‘sexo débil’. O sea, la mitad de la población mundial.
Alrededor de este tema, existe una línea conceptual y de gestión que pretende (y vende la idea de) la asepsia de la investigación científica; es decir, se supone que el interés científico se erige por encima de cualquier distinción: étnica o de género, por ejemplo, por mencionar apenas dos. Académicos que han puesto mucha cabeza al asunto saben que no hay decisiones desinteresadas ni inocuas (aplica a las que se toman en ambientes estériles, rodeadas de tubos de ensayo).
Uno de ellos es el teórico político estadounidense Langdon Winner, quien posicionó el concepto de artefacto político, en el contexto de la innovación tecnológica, para reflexionar sobre cómo los productos de las ideas humanas condicionan-ya veces perpetúan- órdenes sociales y formas de vida. Los frutos de las investigaciones científicas son artefactos políticos.
¿Un ejemplo? Hasta hace pocos años, información tan crucial como la relacionada con la fertilidad de la mujer, según su edad, pasó por décadas desatendida (o atendida y sin difusión). Resultado de esta omisión, millones de mujeres decidieron tener hijos antes de los 35 años, porque información científica ‘comprobaba’ que a partir de los 27 la fertilidad empezaba a decaer y a los 35 el fin del período reproductivo era inminente. Cientos de miles de mujeres dejaron carreras, proyectos, para no renunciar a ser mamás.
Y aunque parezca una mala broma-cruel, además-, el estudio en cuestión, que había sido citado por respetables entidades especializadas en fertilidad y medios de comunicación, se basaba en datos recolectados entre 1670 y 1830, en Francia. Datos de cuando en Inglaterra, por ejemplo, la expectativa de vida no superaba los 40 años. Si esta información ha sido ampliamente difundida hoy es gracias a que la investigadora estadounidense Jean Twenge se dio el trabajo-porque tenía el entrenamiento para hacerlo- de ir hasta el origen de esas estadísticas.
La curiosidad de Twenge nació de su necesidad de tenerlo todo: una carrera científica e hijos. Pero los datos de los que disponía la desanimaban: si quería tener hijos no podía hacer su postdoctorado.
No se conformó y dio con el estudio de marras y con otras investigaciones (esas sí contemporáneas) que probaban que en las condiciones actuales de vida las posibilidades de concebir entre los 35 y 39 años y los 27 y 34 apenas variaban. Twenge publicó su experiencia en The Atlantic (en el 2013) y así fue como el público en general accedió a esta ‘novedad’; y millones de mujeres se quitaron un losa de concreto de encima de la cabeza.
Como deja claro la historiadora de la ciencia Londa Schiebinger, en una entrevista que dio a National Geographic en el 2014, no se trata de que los científicos varones pasen por alto a propósito este tipo de información. Es solamente que, en general y en todos los campos, es común que las personas pongan menos atención a los asuntos que no les conciernen de manera directa.
Por eso es tan importante la diversificación en espacios de conocimiento donde se decide sobre la vida de millones; a más perspectivas, referentes e intereses, más y mejores serán las oportunidades de atender a segmentos de la población largamente desatendidos a causa de los enfoques de los es que capaz una ciencia mayoritariamente blanca y masculina.
Schiebinger es una de las líderes del Movimiento Innovaciones con enfoque de Género, que agrupa a científicas de varias ramas con un objetivo: “emplear el poder creativo del análisis con perspectiva de género para lograr nuevos descubrimientos”. La historiadora tiene un argumento comprobable: “mientras más mujeres se involucran en las ciencias-o en cualquier otro campo históricamente dominado por hombres- el conocimiento se expande”. Pero no basta que sean mujeres, sino que además tengan conciencia del enfoque de género.
La salud es apenas una de las áreas, como pasó con los estudios de fertilidad femenina; o puede darse el desarrollo de una pastilla anticonceptiva para hombres, que funcione y cuya investigación no se abandone aduciendo que tiene muchos efectos secundarios y no es realmente efectiva (estamos tratando de llegar a Marte ¿y no podemos crear una pastilla anticonceptiva masculina?).
Con ejemplos, Schiebinger pone en escena la falsa asepsia de los problemas científicos. Definitivamente hay unas prioridades, unos intereses y una visión del mundo cuando se decide investigar los patrones de la calvicie masculina o desarrollar cinturones de seguridad que protejan mejor a las mujeres embarazadas. En sus palabras: “Lo que la ciencia decide investigar y para quién diseña sus productos tiene mucho que ver con quién hace la investigación”.
Eso explica por qué los avances en los proyectos de casas inteligentes se centran en el control: qué se prende, qué se apaga y cuándo; y no, en casas que se limpien solas, por mencionar otra opción. Si hubiera más mujeres involucradas, esa podría ser una veta innovadora para encontrar salida a una actividad socialmente impuesta a la mujer: limpiar.
Es cierto que no solo la ciencia necesita esta perspectiva y no solo las mujeres pueden aportar. Pero, por lo general, la inclusión de las mujeres propicia la inclusión de otros grupos; y con su integración el mundo se hace más grande y mejor, porque en un mundo de varios colores, géneros y capacidades hay oportunidades y soluciones para todos.