Pasó hace nueve meses. De un día para otro me convertí –por razones larguísimas de explicar y contra mi voluntad– en eso que había temido y evitado tanto. Ya soy la vieja de los gatos, o sea, esa mujer que vive sola y le dice buenas noches y buenos días a un animal.
Normalmente, los humanos tienen temores serios, como a morirse o a que se muera alguien querido. Los hay también que tienen miedo a enamorarse (o al compromiso), a arriesgarse, a hacer el ridículo (o sea al rechazo). Tengo amigos que le temen a la locura o a tener que vivir una guerra; otros a envejecer sin despertarse al lado de alguien que los ame y los acompañe. Bueno, hay de todo (ustedes mismos pregúntense a qué le temen) y yo le tenía miedo a entrar en una relación con un gato y que eso me convirtiera en un cliché de soledad, de amargura, de rareza…
La maravilla de que a uno le pase lo que ha temido tanto es que tiene que asumirlo y averiguar qué pasa después. Es como seguir viendo la película luego de que sale el cartel de ‘vivieron felices, comiendo perdices’. Qué pasa después de los grandes finales con besos, qué pasa después de las grandes tragedias. Por lo general, nada. La vida sigue, sin inmutarse ni desviarse un centímetro debido a nuestra emoción o desesperación. Indiferente, nos lleva por delante y tenemos que saber qué hacer con lo que nos ha tocado.
Obviamente, hay miedos y miedos. Algunos incomparables entre ellos; como el miedo a hacerse cargo de un animal con el miedo al diagnóstico de una enfermedad catastrófica. Y, sin embargo, en ambas escalas de la tragicomedia humana no hay más opción que apechugar y seguir hasta que se pueda.
En esas estoy. Ya tengo la gata, que depende absolutamente de mí y su presencia me ha obligado a cambiar rutinas y prioridades matutinas (lo primero es limpiar la caja de arena). Todo este tiempo juntas se ha traducido en un divertido descubrimiento. Al contrario de aportar al estereotipo de la señora amargada, esta nueva ocupante de mi espacio (de mi vida) me llena de risas, nuevas actividades y alegrías. Como hay que decirlo todo, también de uno que otro mordisco y rasguño. Pero en el balance, las ventajas son más: de repente, ya tengo un pretexto para hablar sola, por ejemplo; y se me tuvo que pasar el miedo a encariñarme con un ser que saldrá de mi vida en unos años (ahora entiendo que en realidad temía volver a querer, y a sufrir).
Por eso les deseo que en la escala más light –como a mí con la gata– la vida los despeine un poco y les regale algo que han temido. Para que sepan qué son capaces de ser y/o de hacer, para que pase el miedo y puedan vivir un poco más tranquilos, sabiendo que ya pasó ‘lo peor’, y que en realidad tampoco es para tanto. O que, incluso, se puede gozar de la circunstancia y decir con una sonrisa: Me encanta ser la vieja de los gatos.