Mientras en otros ámbitos de América Latina la reacción popular contra la corrupción hace tambalear gobiernos, en nuestro país parece que todavía no hay una respuesta masiva ante la impunidad. Y lo que es peor, todo el aparato del Estado se organiza cínicamente para impedir la fiscalización.
El Gobierno ha usado una serie de recursos constitucionales y legales para impedir que se ejerza el control del manejo de los recursos públicos. Por ejemplo, en la Constitución anterior se había establecido el funcionamiento de una Comisión Anticorrupción. En la nueva se la suprimió, reemplazándola por el “Consejo de Participación”, un engendro destinado a suplantar la representación popular y a manipular las nominaciones de altos funcionarios. El resultado: no hay control de la corrupción.
La situación llegó a tal punto, que fueron las organizaciones sociales, desde la sociedad civil, quienes tuvieron que promover la formación de una Comisión Cívica Anticorrupción, integrada por personas destacadas que participan en forma totalmente ad honorem, sin recursos públicos. Esta comisión ha realizado su trabajo y ha presentado casos claros que deben ser objeto de procesos judiciales que la Fiscalía está obligada a tramitar.
Pero el resultado ha sido de Ripley. En vez de acoger las denuncias y satisfacer la legítima aspiración de la ciudadanía de que se aclaren las cosas y se sancionen los abusos, ha funcionado una maquinaria de ocultamiento y se ha perseguido a los miembros de la comisión. Ante las denuncias fundamentadas, la Fiscalía no ha impulsado las causas. Mas bien ha argumentado para que no se investigue, al tiempo que la gente del Gobierno ha enjuiciado a los denunciantes. Y esos procesos sí se aceptan y se aceleran. “Las tórtolas contra las escopetas”.
El caso llamado Manduriacu es una prueba de lo que sucede. La Comisión Anticorrupción detectó irregularidades en la contratación de la construcción de una central hidroeléctrica y las hizo conocer a la opinión pública. Al mismo tiempo acudió a la Fiscalía para que lleve adelante el debido proceso. Pero la Fiscalía, en vez de hacer su trabajo que es investigar y acusar, buscó argumentos para que el proceso se deseche, mientras los denunciantes eran acosados con denuncias y procesos.
En medio del proceso, un juez serio y valiente, resolvió seguir con la causa. Pero en pocas horas, entre gallos y medianoche como se dice, otro juez dictaminó que no siga. La Fiscalía, una vez más, actuó para que la denuncia no prosperara.
Mal por el país que se entierren las denuncias. La impunidad hace daño. “La justicia tarde pero llega” decían los mayores. Así es. Quienes secuestraron el sistema judicial para proteger sus malos manejos deben saber que a su régimen ya le falta poco. Y que en un futuro cercano van a responder por sus actos.
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