Tres años permaneció Lenín Moreno en Ginebra, en su condición de enviado especial de la ONU sobre los derechos de los discapacitados. No era funcionario ni de la ONU ni del Ecuador.
El señor Moreno podía trabajar desde su casa en Quito, pero resolvió vivir en Ginebra. Como la ONU no le entregaba asignación alguna, pensó que el pueblo ecuatoriano debía financiar su permanencia ginebrina, que costaría más de un millón y medio de dólares. Correa aprobó ese pedido.
Independientemente de los méritos que pudiera exhibir el señor Moreno, son cuestionables la legalidad y moralidad del financiamiento que recibió, al que el gobierno calificó de “aporte voluntario” a la ONU. ¿Aporte voluntario en beneficio de un connacional? ¿No calificó Correa en los peores términos los aportes voluntarios que se dan fuera del presupuesto de las organizaciones internacionales? ¿No recuerdan sus críticas a la Relatoría Especial de la OEA sobre la libertad de información?
Después, el gobierno adujo que Moreno había conseguido ayuda para el Ecuador por tres millones de dólares. Pero, aún si esta meritoria gestión fuera cierta, su misión era trabajar por los discapacitados en todo el mundo. ¿Cuánta ayuda consiguió para los otros 190 países miembros de la ONU?
Moreno dijo que en su modesta residencia ginebrina funcionaba también su oficina. ¿Modestas ambas? En el presupuesto que él mismo preparó constan dos gastos separados: ¡15 mil dólares mensuales para residencia y 10 mil mensuales para Oficina!
Moreno no ha respondido a las preguntas hechas por el pueblo sobre su trabajo en Ginebra. Tampoco lo ha hecho el Contralor General, que salió en su auxilio.
El candidato oficial a la presidencia, guarda un silencio estruendoso sobre los más importantes temas nacionales. Cuando opinó sobre dos de ellos –pago anticipado del impuesto a la renta y “elefantes blancos”- Correa le rectificó de inmediato.
En “El hombre que amaba a los perros”, Padura nos habla de cómo Stalin “perdonaba” a los que le habían contradicho públicamente, siempre que “se presenten de rodillas, dispuestos a reconocer que Stalin, y nunca ellos, siempre había tenido la razón”. Y Trotsky los describe: “esos hombres que vivirían con miedo a decir una sola palabra en voz alta, a tener una opinión, y se verían obligados a reptar volteando la cabeza para vigilar su sombra”
Precavido, Moreno ha resuelto guardar silencio. El pueblo le exige pronunciarse sobre la crisis económica, los nuevos impuestos, la enorme deuda pública, la corrupción, la destitución de los mandos militares, Yasuní, la explotación minera, el desempleo. Pero Moreno, acostumbrado al silencio de Ginebra, lo reedita en Quito. ¿Seguirá con esa prudencia frente a su iracundo jefe o se decidirá a dar a conocer sus ideas al pueblo al que quiere gobernar?
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