Hace unos días volví a las páginas de “La metamorfosis”, la célebre novela de Franz Kafka y recordé que el libro había corrido un siglo desde ese día de 1915 en que se publicó por primera vez. Y si en el 2015 el mundo literario rememoró este aniversario, el mundo científico celebró, a la par, otro hecho significativo: 1915 fue también el año en que el físico Albert Einstein presentó su teoría de la Relatividad General en Berlín ante la Academia Prusiana de Ciencias. Kafka y Einstein, dos judíos, dos súbditos del esclerótico imperio Austro-Húngaro, dos rarezas humanas que desde la literatura y la ciencia cambiaron para siempre nuestra percepción de la realidad.
Decía Borges que las narraciones de Kafka tienen algo de profético y algo de eterno. Y es verdad. Lo primero porque Kafka vislumbró ese fatídico mundo que estaba por llegar: la cosificación del ser humano, el desprecio por la vida, el despojo de las libertades, la angustia del hombre que yace bajo un poder omnímodo, que está solo frente a incomprensibles estructuras burocráticas, laberintos del terror y el absurdo. Y lo segundo, su carácter eterno: las historias kafkianas resultan ser claves cifradas de la existencia, mitos que abren el fecundo camino de las interpretaciones, símbolos que revelan la frágil naturaleza del ser humano y su esencial precariedad.
El personaje de “El proceso” y “El castillo”, dos de sus novelas, es un tal señor K (trasunto del propio Kafka), un alguien sin nombre ni personalidad que se halla arrastrado por acontecimientos en los que nada tiene que ver, atrapado por fuerzas ciegas que no controla ni entiende. Escalofriantes pesadillas de lo que vendrá: el estalinismo y el nazismo.
A Einstein se le endilgó ser “el padre de la bomba atómica”, algo que él negó. De su cerebro brotó en 1905 la más célebre fórmula de la Física moderna: E=mc2. La masa y la energía son equivalentes, la una se puede convertir en la otra, verdad científica que condujo a la bomba atómica. Nada hay más veloz en el universo que la luz y el tiempo y el espacio son relativos.
Gravedad y aceleración son la misma cosa. La gravedad no es una fuerza sino una deformación que provocan los objetos en el tejido formado de espacio y de tiempo. A partir de la Teoría de la Relatividad el universo empezó a verse de otra manera.
Gracias a Einstein la humanidad pudo abrirse a la mayor aventura intelectual de la historia. Ciudadano del mundo y a la vez apátrida. Su agitada y trashumante vida estuvo atrapada por la paradoja. No deja de ser contradictorio el hecho de que este pacifista haya descifrado los secretos del reino de Plutón, el que despertó las letales fuerzas de la materia que podrían llevar a la destrucción del planeta. En un mundo como el de Kafka, en el que un hombre vulgar como Gregorio Samsa despierta un día convertido en un monstruoso insecto, el absurdo siempre será posible.