No puede pasar desapercibida la presencia de la Virgen de El Cisne en Loja. La hermosa imagen, tallada por Diego de Robles hace más de 400 años, presidirá durante dos meses y medio el retablo del altar mayor de la Catedral lojana. Durante ese tiempo, decenas de miles de personas orarán a sus pies.
La fiesta del 15 de agosto en el Santuario reunió a una masa que, dos días después y durante cuatro jornadas de recorrido, a hombros de los peregrinos, trasladaría la Sagrada Imagen, vía San Pedro de la Bendita y Catamayo, hasta la ciudad de Loja. El recibimiento en la plaza grande, resulta conmovedor: la presencia masiva del pueblo, los vivas y los aplausos, el sentimiento de alegría desbordado, el silencio y la devoción durante la eucaristía, capaz de romper la dureza de cualquier corazón. Cerca de un millón de personas se acercan a la Virgen durante el tiempo de peregrinaciones y a lo largo de todo el año. Miles de jóvenes llaman a su puerta. Hombres, mujeres, niños ancianos… Unos, a pedir; otros, a dar gracias; la mayoría a sentirse simplemente amados y sostenidos por la Madre querida aunque solo sea por un momento intenso e irrepetible, necesario y agradecido.
Me he preguntado muchas veces qué hay detrás de este fenómeno que muchos quisieran comprender solo desde la sociología o desde la psicología de masas. Pero, para comprender esta realidad, se necesita algo más. Es preciso conocer el corazón humano, sus raíces, sus heridas y sus sueños… Es preciso sumergirse en la religación profunda que une al hombre con Dios, la necesidad de ser salvados por un Amor Mayor… Es preciso, en definitiva, adentrarse en el misterioso mundo de la fe, donde el hombre se rinde y confiesa su condición de hijo amado.
Los rostros. Eso es lo que yo miro, admiro y contemplo, sabedor de que cada rostro humano es una epifanía de Dios. Es ahí donde la fe se hace existencial, en los rostros curtidos por el viento, por el dolor, por la esperanza, por la necesidad de perdonar y de ser perdonados. Por un lado, prevalecen los rostros de las pobrezas humanas, del abandono, del abuso, del menosprecio que sufren los pobres del mundo… Por otro lado, están las certezas del corazón, la confianza en Dios, el saberte amado más allá y por encima de la miseria .
Arriba, en el monte santo, mirando a los ojos donde el alma se refleja, toca acoger, acompañar y curar. Lo único que el pueblo reclama es justicia y un poco de amor. Ante la dureza de la vida, pareciera suficiente. El mundo satisfecho, ebrio de poder, de éxito, de placer y de bienestar, ajeno al sufrimiento del hombre, al dolor de los pobres, no puede entender… De la fe solo da razón quien se deja tocar y mirar por los ojos de Dios. La Madre lo suscita en el corazón de los hijos que, año tras año, con inmenso sacrificio, repiten el rito, renuevan su esperanza y alimentan su hambre de dignidad.
¿Qué tendrá esta imagen venerada capaz de calmar el dolor del hombre? Por mi parte, me inclino reverente y confiado. ¡Qué alegría formar parte de este pueblo!