Para todos los seres humanos, no importa de qué raza o condición, en todas las épocas y geografías, el honor ha sido un bien único, defendido a toda costa y preciado como el que más. Esta valoración del honor está evidenciada en los versos que Calderón de la Barca nos entregara en su drama El Alcalde de Zalamea: “Al Rey, la hacienda y la vida se ha de dar, pero el honor es patrimonio del alma, y el alma sólo es de Dios”. Dicho de otra manera, hay que defender el honor, bien invalorable hermanado con la dignidad, aunque en tal empresa se nos vayan bienes y vida.
El honor es un bien abstracto, es -como dice el diccionario de la Real Academia de la Lengua- una cualidad moral, la buena reputación que sigue a la virtud o al mérito y que trasciende a la familia, a las personas y nutre a las virtudes que lo sustentan.
Todos defienden instintivamente su honor porque, al hacerlo, protagonizan un acto de afirmación de su propia identidad, de su esencia individual. En los tiempos heroicos, las disputas de honor eran zanjadas mediante los “juicios de Dios”, que darían origen a los duelos caballerescos, posteriormente regulados con rigurosidad. ¡Cómo olvidar que Don Quijote de la Mancha fue la encarnación viva del caballero que, por defender el honor propio o ajeno -especialmente de indefensas princesas o doncellas- estaba listo a enristrar la lanza, montar en su cabalgadura y lanzarse con brío contra los maleantes que habían pretendido mancillarlo.
Pero los tiempos cambian y, cuando las sociedades se vuelven materialistas y utilitarias, el honor adquiere un precio. Por supuesto, se desechan los duelos porque atentan contra la vida que es otro bien que hay que proteger. Se modernizan los mecanismos de amparo y el recurso judicial abre una puerta para defender el honor y obtener el debido resarcimiento a cargo de quien contra él hubiera atentado. Pero como el honor es un bien inmaterial e inconmensurable, la compensación es simbólica. El caballero que ha recibido ofensa en su honor se ve satisfecho cuando el juez condena al ofensor al pago de una unidad monetaria.
Pero los tiempos siguen cambiando, la sociedad se vuelve más materialista y utilitaria y entonces, el presunto ofendido encuentra que, aunque su honor no pueda medirse en monedas, una buena compensación de 600 000 dólares o de 80 millones de dólares o de 140 000 dólares bien puede apaciguar el honor herido y satisfacer también cuestionables aspiraciones de progreso y comodidad personal y familiar.
Y ante tal corrupción del espíritu social, bien puede un joven adolescente, después de haber sido injustamente detenido por 15 días, estimar que su honor dejaría de estar herido si el Estado le paga la bicoca de 5 millones de dólares. ¡He allí el resultado del ejemplo dado al pueblo sobre la utilidad del honor!