La Jornada Mundial de la Juventud recientemente realizada en el Brasil tuvo algunas características especiales que hay que registrar para comprender mejor su importancia y significado. La primera fue, sin duda, el hecho de haberse llevado a cabo bajo el pontificado de un Papa latinoamericano. La presencia de Francisco en el Brasil fue interpretada como una especie de retorno al hogar, a la patria grande, en donde se le recibió como al hijo que ha triunfado y que vuelve para conversar con los suyos. Por otro lado, la iglesia atraviesa un período de grandes desafíos ante la necesidad de modernizarse y dar muestras ostensibles de su lucha contra la corrupción. Finalmente, en los pocos meses de su pontificado, el Papa ha evidenciado sus convicciones y valores. A lo largo de su vida religiosa ha dado testimonio de humildad, apertura al diálogo y predilección por los más necesitados, cualidades ratificadas desde el momento mismo en que asumió el Obispado de Roma con el nombre evocativo de Francisco.
Entusiasmadas multitudes escucharon su palabra de tolerancia y amor en favelas y playas: la juventud es una promesa que debe asumir el rol de incomodar y cuestionar, inclusive a la iglesia; no puede aislarse en las alturas del análisis y la crítica o en la comodidad de sus casas, sino que debe actuar, practicar sus valores y agitar al mundo; hay que vivir la solidaridad; no hay que tener miedo de la ternura sino usarla como motor de la acción social; el diálogo es el mejor instrumento para garantizar el acierto, el progreso y la paz. Al concluir sus homilías, Francisco pidió trabajar para que el mundo se organice alrededor de una concepción humanista y no con la limitada visión de las ciencias económicas. Por último, dirigió a todos un humilde ruego: recen por el Papa que es un hombre tan falible como cualquier otro.
Varios presidentes latinoamericanos asistieron a la misa que clausuró la Jornada Mundial de la Juventud, por convicciones propias o porque quisieron representar el sentimiento mayoritario de sus pueblos. Otros pensaron quizás que nada tenían que aprender de este latinoamericano universal que en pocos meses ha logrado entusiasmar a cuantos tienen fe y esperanza en un mundo mejor y más justo, más humano y menos egoísta, un mundo cuyo progreso se sustente en la fraternidad y no en el odio, en la solidaridad y no en la descalificación, en el diálogo y no en la soberbia y prepotencia. El Ecuador estuvo allí, representado por miles de jóvenes que fueron a recibir el mensaje de un hombre bueno que pidió a la juventud asumir con energía el papel que le corresponde para transformar al mundo, recomendándole escuchar la sabiduría y experiencia de los ancianos, a los que algunos en el Ecuador de estos días, califican de “cadáveres insepultos”.