La mayor parte de los artículos de opinión publicados en la prensa, en las dos últimas semanas, ha tenido como tema central el terremoto de Manabí. Con sobra de razón se ha comentado sobre la solidaridad del pueblo ante la magnitud de la tragedia, la generosa asistencia internacional, la rápida reacción de las autoridades seccionales, especialmente los municipios de Quito y Guayaquil, el trabajo de los bomberos, las Fuerzas Armadas y la Policía y, sobre todo, la generosidad de miles y miles de anónimas personas particulares que se olvidaron de sí mismas para correr en auxilio de las víctimas del terremoto.
El clamor popular, que con razón desconfía del Gobierno, sugirió crear un sistema transparente para administrar los fondos que se consigan para la reconstrucción de las zonas afectadas; el clamor popular pidió que el Gobierno, por solidaridad, adopte medidas de austeridad en el gasto público; el clamor popular se opuso a la creación de nuevos impuestos que agravarían la crisis; el clamor popular exigió que se establezcan incentivos para reactivar la economía enferma y ponerla nuevamente en marcha; el clamor popular defendió el papel fundamental que corresponde a la sociedad civil en las actuales circunstancias. En suma, el clamor popular demandó que se rectifique el modelo socialista que nos ha conducido al fracaso económico.
El Gobierno, una vez más, cerró los oídos al clamor popular. Confiado en la magia presidencial, obnubilado por quien cree saberlo todo, volvió a esgrimir los desatinados principios que guían su acción: Ahorrar es malo. Con latas de atún no se reparan carreteras.
Correa debe estar hondamente preocupado y apenado por la tragedia que vive el Ecuador. Pero su prepotencia llega a tal grado que no puede expresar lo que siente ante el dolido pueblo sin anteponer a todo ello su soberbia.
No de otra manera se explica que haya amenazado disponer la prisión de quien gritara por auxilio, que haya denunciado los “peligros” de la sociedad civil, que se haya empecinado en imponer nuevos gravámenes, que ridiculizara las medidas de austeridad exigidas por el pueblo, que haya tenido la estulticia de condicionarlas –las sabatinas, convertidas en símbolo de arbitrariedad y prepotencia- al apoyo que la oposición quiera dar al proyecto de ley creando nuevos tributos. Más grande, mucho más grande que la tragedia del terremoto es el ego de Correa.
En estas condiciones, resulta oportuno –aunque esto sea pedir peras al olmo- recordar al Presidente el sabio consejo que diera Don Quijote a Sancho: “Un buen arrepentimiento es la mejor medicina que tienen las enfermedades del alma”.
Comience por allí, Sr. Correa, y verá que el Ecuador le entrega su cooperación en estos momentos en que ha resucitado la unidad nacional que usted empeñosamente ha buscado destruir.