La verdad es que tanto en las afirmaciones, como en la práctica, cada vez hay menos socialismo en el actual Gobierno, si es que alguna vez lo hubo.
En los últimos años ya no es tesis de Correa ni el “socialismo” mutilado que anunciaba al principio. Y la integración es un mero discurso. Como que hay conciencia de que el régimen va a otra parte. Rafael Correa ha llevado adelante varias acciones significativas, aunque varias de ellas han resultado altamente polémicas, pero en el Gobierno cada vez hay menos gente progresista y más antiguos colaboradores de la derecha, del “febresborjismo” o disidentes del populismo.
En esta administración se ha elevado la participación del Estado en las rentas petroleras; se han incrementado los bonos de apoyo a la pobreza y los créditos para los pequeños productores. Esto se ha dado en medio de un ataque verbal a la oligarquía. Pero eso no ha pasado de las palabras. Se dijo que limitaba las ganancias de la banca, pero con Correa la banca ha ganado más que nunca. Y varios de los grupos económicos más fuertes del país son puntales del correísmo.
Los cambios se han limitado a la esfera del Estado, sin emprender en una transformación social que, obviamente, tendría fuertes resistencias en el poder económico y requeriría, al mismo tiempo, un respaldo muy activo del movimiento social y de otros sectores organizados del país. Se debe observar, desde luego, que quizá no ha sido posible enfrentar reformas conflictivas, pero de todas maneras, hay que constatar, como lo hacía Víctor Granda, que las medidas parcialmente redistributivas no implican “el cambio de estructuras y peor del modelo económico y social al que todos aspiramos y por el que han luchado, desde hace décadas, los sectores sociales organizados, la izquierda revolucionaria y muchos hombres y mujeres que incluso han entregado su vida por la transformación real del Ecuador”.
Han pasado los años y el cambio está cada vez más lejos, con la evidencia de que ya no vendrá. La política agraria del Gobierno no se ha orientado ni de lejos a una reforma radical. Más bien ha mantenido el statu quo, con una débil postura productivista. Tampoco se ha planteado una reforma urbana que enfrente la acumulación de propiedad y el uso privatizado de los servicios públicos.
Las políticas sobre recursos naturales son cada vez más extractivistas, como en el caso Yasuní, en el cual se propicia la sobreexplotación petrolera y el atropello de los pueblos indígenas amazónicos.
Las situaciones creadas por un crecimiento sin ningún control de la contratación pública, han dado pábulo a persistentes casos de corrupción, que han sido denunciados sin que se los investigue. Más bien se ha perseguido a los denunciantes. En una realidad en la cual la fiscalización no existe, la impunidad es la norma y la práctica del régimen.
esyala@elcomercio.org